El Irangate de Reagan o el caso Lewinski de Clinton han dado pie al mito de la maldición del segundo periodo presidencial en Estados Unidos. A Barack Obama se le pronosticaba un nuevo mandato difícil, y lo está siendo, pero no solo por la polarización del país o el inclemente bloqueo republicano en el Congreso: los escándalos que sacuden la Administración amenazan con restar credibilidad a su mensaje de regeneración de la vida pública.
Es cierto que son casos de naturaleza y calado diferentes. Los correos electrónicos sobre el asesinato del embajador en Libia parecen exculpar a la Casa Blanca de un intento de encubrir el suceso, presentado inicialmente como un asalto espontáneo y no como fue de hecho, un acto terrorista contra el consulado en Bengasi. Los mensajes revelan descoordinación. Hubo, también, fallos de seguridad. Pero el Gobierno reconoció en su día este extremo y es improbable que el asunto tenga mucho más recorrido.
Más graves son, en cambio, el espionaje a la agencia AP y el uso de la oficina tributaria contra rivales políticos. Obama se ha mostrado inflexible con la investigación de los registros telefónicos de seis periodistas, realizada con permiso judicial: cualquier filtración que ponga en peligro la seguridad nacional (en este caso, una operación contra Al Qaeda en Yemen) será perseguida. Si bien no ha calmado la indignación de la prensa, este argumento puede ser admitido por el ciudadano estadounidense. Lo que nunca será aceptado es que se utilicen organismos del Estado con fines políticos. Y el hecho de que el IRS, la agencia fiscal, haya acosado a organizaciones y activistas republicanos antes de las elecciones de 2012 es intolerable para una sociedad construida sobre la confianza en las instituciones. Obama ha destituido al director del IRS, pero eso no basta: la investigación a fondo del caso resulta ineludible.
Estos escándalos han indispuesto a Obama con todos porque, tomados en conjunto, dan la impresión de un Gobierno invasivo e irrespetuoso con las libertades. La crisis exige una respuesta contundente. Con las elecciones legislativas a la vuelta de la esquina (2014), lo último que necesita el presidente es dar oxígeno a un Partido Republicano sin liderazgo, que ha hecho del obstruccionismo su forma de hacer política. Si los demócratas pierden el Senado, los dos últimos años de Obama serán un auténtico vía crucis.
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