En 2001 George Walker Bush organizó la invasión y la ocupación de Afganistán, en las que han muerto dos mil 234 estadunidenses (60 de ellos, en lo que va de 2013), 44 británicos, 644 individuos de otras potencias ocupantes y decenas de miles de afganos. En aquel entonces se dijo que la idea era garantizar la seguridad de sus conciudadanos, pero en 2013 los atentados organizados por fundamentalistas islámicos (así clasificó el gobierno gringo a los bombazos del maratón de Boston) siguen matando gente en territorio de Estados Unidos.
Dos años después de lanzar a las fuerzas armadas sobre Afganistán, Bush emprendió la invasión de Irak, en donde cuatro mil 487 de sus hombres encontraron la muerte y más de 30 mil sufrieron heridas de distinta consideración.
Si uno lo mira bien, Bush es mucho más merecedor de la acusación de poner en riesgo vidas de estadunidenses de lo que podría serlo el soldado Bradley Manning, quien no organizó guerra alguna y quien, hasta donde se sabe, no disparó un solo tiro durante su estancia en Irak. Lo relevante de su estadía en esa desgraciada nación árabe fue, según afirman sus acusadores en una corte militar, el haber entregado a Wikileaks miles de documentos del Pentágono. Gracias a ellos el mundo corroboró la extensión de los crímenes cometidos por Washington en los dos países invadidos. Supo, por ejemplo, que el reportero de Reuters Namir Noor-Eldeen fue asesinado a sangre fría, junto con otras diez personas, por los tripulantes de un helicóptero estadunidense de ataque; o que las fuerzas invasoras mataron a más de 150 mil civiles inermes y que contabilizaron a muchos de ellos como enemigos muertos en combate; o que las fuerzas ocupantes entregaron innumerables prisioneros a la policía iraquí, a sabiendas de que serían asesinados o torturados.
Esa información habría podido ser de suma utilidad para dar eficacia a la justicia militar de Estados Unidos, para crear conciencia en Washington de que la intervención militar había servido para entronizar en Bagdad a funcionarios que se comportaban peor que Saddam (como lo formuló la Iraqui News Network) y para fortalecer la necesaria vigilancia social y mediática sobre las autoridades, es decir, para consolidar las reglas democráticas que Estados Unidos reclama desde siempre.
Por cierto: si tales reglas fueran realmente vigentes, hace rato que Bush y sus colaboradores Donald Rumsfeld, Dick Cheney y Condoleezza Rice, entre otros, habrían tenido que comparecer ante una corte por mentir a la sociedad, por destruir dos países, por llevar a miles de muchachos estadunidenses a una muerte sin sentido y por tolerar una corrupción monumental con los contratos de las guerras, si no es que, como en el caso de Cheney, por beneficiar con ellos a empresas en las que estaba involucrado.
Sin embargo, tras dejar sus puestos en Washington, estos individuos partieron a un anonimato millonario. Salvo Bush, quien a veces da de qué hablar cuando sale a pasear en bicicleta por su rancho de Texas.
Manning, en cambio, fue arrestado el 26 de mayo de 2010. Inicialmente internado en Kuwait, dos meses después se le envió a la base de los marines en Quantico, Virginia. Allí fue sometido durante muchos meses a un régimen carcelario equiparable a la tortura: encerrado en una celda de dos metros por tres, privado de todo contacto con el mundo exterior, desnudo, privado de sueño, alumbrado y sometido a cámaras de vigilancia las 24 horas, privado de sus lentes, despojado de todo material de lectura o escritura. El propósito del maltrato, de acuerdo con los abogados del acusado, fue presionar a Manning para que incriminara a Julian Assange, el fundador de Wikileaks, contra quien los aparatos de justicia de Estados Unidos no han logrado construir una acusación verosímil.
Ayer, en la base militar del Fuerte Meade, cerca de la capital estadunidense, empezó el juicio de guerra contra el soldado Manning. Bush, por su parte, sigue paseando en bicicleta en su rancho de Texas.
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