Hasta hace bien poco, Estados Unidos se creía la nación imprescindible. Podía hacer lo que quería y nada se podía hacer si no quería. Su poder era necesario y suficiente. Sí, y solo sí Estados Unidos quería.
Muchos creían que esta actitud pertenecía a los tiempos de George W. Bush, bien distintos de los de su padre, el viejo Bush capaz de la mayor prudencia ante la caída del comunismo: nada de arrogancia y de celebración de la victoria; y de tejer el mayor consenso: en la primera guerra de Irak, hasta trazar la línea de puntos de un futuro nuevo orden internacional.
No es así. La idea de que Estados Unidos es la nación indispensable es de Madeleine Albright, secretaria de Estado de Bill Clinton. No es muy original, porque ya Lincoln aseguró hace 150 años, cuando no era una potencia mundial, que era “la última y mejor esperanza de la humanidad”. Todas las naciones tienen momentos de narcisismo como este, y no siempre justificados como es el caso de Estados Unidos.
En el nuevo mapa multipolar que se ha levantado 20 años después del final de la guerra fría, Estados Unidos ya no es la nación indispensable. Vali Nasr, un alto asesor de Hillary Clinton, acaba de publicar un libro que se titula La nación prescindible.
Ahora Estados Unidos tiene que buscar consensos internacionales cuando quiere hacer algo en el mundo o enfrentarse a consensos negativos, como es la coalición entre Rusia, China, Cuba y Ecuador para apoyar la fuga del informático Edward Snowden, que denunció el espionaje secreto de la NSA (Agencia Nacional de Inteligencia).
A la pérdida de poder que le ha ocasionado su pésima política para Oriente Próximo —dos guerras equivocadas e incapacidad para resolver el conflicto entre israelíes y palestinos—, se suman ahora los desperfectos que le ocasionan en su prestigio sus métodos contra el terrorismo, los drones y el espionaje universal denunciado por Snowden.
Se frotan las manos, en Moscú o en La Habana, quienes convierten en ideología la hostilidad contra Estados Unidos. Pueden fingir que son protagonistas de una pieza teatral en que solo hacen de comparsas. Snowden y Bradley Manning son estadounidenses, lo son las compañías digitales implicadas en el espionaje, y los periodistas de The Guardian que han revelado el grueso del escándalo pertenecen a un país con una relación especial e inquebrantable con Washington.
Puede que Estados Unidos sea una nación prescindible, pero nada se mueve en el mundo sin que EE UU esté de por medio, sea el espionaje universal o el reconocimiento de los derechos de los homosexuales. En los mismos días en que su espionaje escandalizaba al mundo, dos sentencias del Tribunal Supremo han dado un impulso global irreversible al matrimonio gay. No es la nación imprescindible, pero es necesaria. Si no existiera habría que inventarla.
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