Sabido es que las mejores intenciones no siempre producen los mejores resultados. Aplicado a Edward Snowden, el exanalista de los servicios secretos de Estados Unidos que ha sacado a la luz impactantes revelaciones sobre el espionaje de ese país, incluso si su propósito es altruista, las consecuencias no serán las de más transparencia, más democracia y más control ciudadano de la actividad de los Estados, sino todo lo contrario.
Snowden responde al prototipo, muy norteamericano, del justiciero solitario. Esta sociedad ha alimentado durante décadas el mito del individuo que sobresale de la masa para defender el bien por encima del poder expansivo y siniestro del Gobierno y sus cómplices, los intereses creados.
Ese mito encuentra hoy un terreno abonado en un mundo, por lo general, decepcionado con todo lo institucional y establecido, con los partidos políticos, las empresas, los sindicatos, los medios de comunicación, con cualquier suerte de organismo público o centro de poder tradicional. Snowden puede ser el rostro tras la máscara de Anonymous presente en tantas manifestaciones juveniles, desde Estambul a São Paulo, es un aspirante a ídolo de quienes aspiran legítimamente a subvertir un orden injusto o, por lo menos, insatisfactorio.
Existen muchas razones para simpatizar con Snowden: su atrevimiento al desafiar a la nación más poderosa del planeta, su mensaje sobre la prevalencia de los derechos de los ciudadanos sobre la seguridad de las instituciones, su propio sacrificio personal, especialmente encomiable en una época superficial y acomodaticia. Pueden, además, compartir el aprecio por Snowden personas de distinta orientación ideológica o clase social, puesto que su figura es neutra, virgen y universal. Su causa es indiscutible, la verdad, y su enemigo es gustosamente compartible, el lado oscuro de la maquinaria estatal. Con su aspecto de buen chico, Snowden es el héroe perfecto en un mundo repleto de villanos.
Es necesario, sin embargo, ir un poco más lejos para valorar sus actos. Aunque cuesta decirlo en estos tiempos, no todo lo que perjudica al Estado beneficia automáticamente al individuo. Por culpa de la impotencia demostrada por muchos Gobiernos para responder a demandas nuevas, la democracia puede estar en crisis, pero no en duda. Los sistemas democráticos siguen disponiendo de instrumentos para evitar los abusos de poder, los mismos a los que Snowden hubiera debido recurrir aprovechando el Estado de derecho bajo el que vivía, no dinamitándolo. Esos instrumentos pueden resultar, a veces, obsoletos o insuficientes, pero es responsabilidad de la población renovarlos y ampliarlos, no torpedearlos con acciones individuales. La idea de “cualquier cosa es mejor que esto” se corresponde con sociedades desesperadas y, frecuentemente, fracasadas.
Se puede decir con razón que si Snowden no hubiera hecho públicos esos programas de espionaje, hoy no sabríamos de ellos y se seguirían aplicando a nuestras espaldas. Gracias a su determinación, ciertamente, hoy los conocemos, si lo creemos necesario podemos combatirlos y, en última instancia, con mucha persistencia y suerte, tal vez podamos abortarlos. Eso es mérito de Snowden y hay que concederle reconocimiento.
Cada acción, no obstante, tiene sus efectos, que es preciso tener en cuenta para llegar a una conclusión. Dos de las consecuencias del paso dado por Snowden han sido la de arruinar, quizá definitivamente, el prestigio de Barack Obama en Europa y la de devolver la imagen de su país a niveles similares a los años de la guerra de Irak. Eso es un precio que quizá paguen gustosamente muchos indiferentes a la suerte del presidente norteamericano o al papel internacional de Estados Unidos. Pero puede que no piensen lo mismo quienes entiendan la trascendencia histórica de la alianza entre EEUU y Europa o aprecien las virtudes de un presidente, mejor o peor, pero más próximo al estilo y la sensibilidad europeas que la mayoría de los que hemos conocido y conoceremos en el Despacho Oval.
Junto al desvanecimiento de Obama y el arrinconamiento de EEUU, se ha producido el alzamiento de Vladímir Putin, de Rusia y de China. Esos dos países, ambos con Gobiernos autoritarios —el primero, democráticamente elegido— y frecuentes violaciones de derechos humanos, han visto indirectamente refrendadas sus políticas opresivas y su constante propaganda contra el gran imperio de Occidente.
Al mismo tiempo, se ha quebrado un clima de confianza y colaboración entre Bruselas y Washington, se ha entorpecido un flujo de información que es imprescindible para la seguridad de los europeos y quizá se han obstaculizado unas negociaciones de libre comercio que las débiles economías europeas necesitan ansiosamente.
Cabe decir que Snowden no es responsable de todo eso. Al margen de la culpa que le corresponda de acuerdo a las leyes de su país, su responsabilidad moral acaba con la manifestación de datos que su conciencia no le permitía ocultar por más tiempo. No puede decirse lo mismo de quienes han jaleado sus revelaciones, especialmente de los Gobiernos que han dado crédito y repercusión a lo filtrado mientras después han negado el asilo que, dentro de esa lógica, hubiera merecido el filtrador. Esos Gobiernos sí son responsables de haber cedido fácilmente a la presión de sus opiniones públicas y de haberle escamoteado a sus ciudadanos la verdad cruda que una sociedad adulta merece escuchar: que la función de los servicios de inteligencia es obtener información, cuanta más mejor, sí, poniendo los intereses nacionales por encima de amistades y cortesías diplomáticas, y sí, en secreto, o ¿alguien pretende transparencia en el espionaje?
Dejando al lado a algunos de los implicados, como Rusia, China, Ecuador o Venezuela, cuyos intereses en este juego son patentes, la ira desatada entre los amigos europeos de EEUU resulta, como ha dicho un editorial de The New York Times, “fingida”. Es evidente que ellos también espían a los amigos. Quién puede dudar, por ejemplo, de que los servicios secretos franceses intentan averiguar qué sucede en España o en Alemania que pueda ser valioso para su país. Igualmente, sería una imperdonable negligencia que los servicios españoles no buscasen por todos los medios acceso a información del Gobierno de Marruecos útil para nuestra seguridad. Otra cosa es que EEUU disponga de más y mejores medios para esa labor, pero eso no modifica el juicio.
Lamentablemente, las primeras reacciones tras el trabajo de Snowden no hacen pensar en un futuro de mayor transparencia, más democracia o más control. Quizá mueran los programas que él ha revelado, pero los países tratarán de perfeccionar otros sistemas y proteger aún más secretos. Se limitará el número de personas con acceso a información confidencial y se harán más opacas las herramientas de inspección. Los métodos dictatoriales, que se han comprobado más eficaces, salen reivindicados. Las sospechas mutuas condicionarán el intercambio de datos entre Gobiernos y la cooperación antiterrorista puede resentirse.
Nada de eso impedirá que Snowden siga siendo considerado un héroe por algunos, pero su heroísmo es algo trágico. No aparece laureado tras salvar vidas y evitar catástrofes. El suyo es más bien un triste éxito, lleno de dudas y controversias, de sospechas y cábalas, como la vida que, al parecer, llevó en su corta trayectoria en el espionaje.
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