Attack on Syria: Obama’s Real Interest

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Obama quedó atrapado. Por una parte le acosaban sus propias dudas y las de muchos de sus asesores, e incluso importantes voces en el Pentágono que advertían de los riesgos del involucramiento estadounidense en el conflicto sirio. Por otra parte, sin embargo, a lo largo de dos años y medio, se vino acumulando una insostenible presión, tanto interna como externa, que fue empujando a la Casa Blanca hacia la intervención pese a todos los factores en contra.

Por consiguiente, antes de buscar entender los posibles intereses estadounidenses en su ataque a Siria, hay que preguntarse primero por qué Washington no había intervenido a lo largo de estos años. Y la respuesta no está en uno, sino en muchos factores que van desde los riesgos por penetrar en una zona de influencia geopolítica rusa, hasta sus propios problemas presupuestarios, las escasas probabilidades de un final exitoso tras una incursión armada, la opinión pública estadounidense mayoritariamente opuesta a semejante operación, la imposibilidad de obtener el aval de la ONU, la potencial extensión del conflicto, o incluso la fuerte presencia de militantes jihadistas, ligados a Al Qaeda, en las filas de la rebelión siria. Con tantos factores en contra, entonces, ¿por qué si atacar?

Es necesario entender que Estados Unidos no se encuentra en fase de expansión geopolítica global, sino de repliegue. Sus intereses en esta intervención, por tanto, no estriban en intentar adquirir una nueva esfera de influencia, una fuente adicional de petróleo o energía, o en alterar los esquemas de poder en Medio Oriente. Si ese hubiese sido el caso, Washington tenía que haber atacado mucho antes, sobre todo cuando el régimen de Bashar El Assad estaba claramente más débil y cuando derrocarlo hubiese sido mucho más simple, no ahora que éste ha recuperado fuerza.

Tampoco se trata de una incursión de carácter humanitario o moral, aunque así lo diga la Casa Blanca (¿Qué otra cosa puede decir?). Los estados no actúan a partir de ese tipo de consideraciones, sino a partir de sus esquemas estratégicos, a partir de agendas, a partir de su percepción y evaluación de los costos de sus actos, frente a los beneficios que obtendrán medidos en términos de sus intereses nacionales. El conflicto sirio ha producido ya cerca de 120,000 muertes, millones de niños y adultos desplazados y refugiados, crímenes documentados por Naciones Unidas, que han sido perpetrados tanto por la rebelión -armada y financiada por los aliados regionales de Washington- como por parte del régimen de Assad -armado y financiado por países como Rusia e Irán. Pensar que en este momento de la guerra civil, tras todos esos lamentables datos, ha emergido repentinamente un profundo deseo por la protección a la vida y la dignidad humanas, es pecar de inocencia.

No va por ahí. El interés de la Casa Blanca es muy distinto. A lo largo de sus casi 5 años de gobierno, Obama ha sido percibido como un presidente muy débil por propios y extraños. A nivel interno, esto fue suscitado críticas que se expresaron en la ríspida campaña por la presidencia del 2012. En aquél entonces, Romney le reclamaba el haber abandonado a Israel, el no actuar contundentemente frente a países como Irán, o frente a las otras superpotencias del globo. También lo cuestionó, y fuerte, en el tema de Siria. Como resultado, en agosto de ese año Obama se vio obligado a trazar una “línea roja”. Una que le permitiera mostrar cierto grado de fuerza, pero al mismo tiempo, una que según su estimación no iba a ser violada como para obligarle a involucrarse: solo en caso de que Assad usase armamento químico contra su población, ello propiciaría una mayor intervención estadounidense en el conflicto.

Por otro lado, la debilidad de Obama ha sido también percibida y utilizada por actores externos. Esto les ha otorgado un amplio margen de maniobra para efectuar acciones que en otros tiempos quizás hubiesen producido una respuesta más dura por parte de Washington. Por ejemplo, situaciones como la ocupación china de territorios en disputa en sus mares colindantes, el asilo que otorgó Moscú a Snowden, o el nivel al que han progresado los programas nucleares norcoreano e iraní, han tenido al menos cierto ingrediente de esta debilidad percibida. Quizás eso también explica el que Assad, a pesar de haber entendido cuales eran los límites que Obama imponía, podría haberlos violado varias veces (como fue documentado por la ONU, previo al incidente de la semana pasada), pensando siempre que Estados Unidos no actuaría.

El problema es este: Al margen de lo que diga o no diga Naciones Unidas, para Washington no parece haber duda, la línea roja que fue dibujada por Obama ha sido rebasada por el régimen sirio. De hecho, esta certeza fue expresada por la Casa Blanca ya en junio de este año. El haberlo reconocido desde entonces sin posteriormente actuar en consecuencia, estaba resultando ya en una situación insostenible para el líder de la máxima potencia global.

El objetivo de Obama, entonces, no es únicamente decir a Assad que no debe cruzar la rayita. La Casa Blanca busca enviar un mensaje que sea leído en muchas otras partes, desde Norcorea hasta Irán, de Beijing a Moscú: Estados Unidos no dudará en intervenir cuando lo considere pertinente, sin importar si sus iniciativas son vetadas en Naciones Unidas, sin importar su deuda, sus problemas presupuestarios, o si se trata de una zona de influencia de sus adversarios. Obama necesita que su oposición interna y el mundo sepan que él no es un líder débil, que la superpotencia no tiene miedo de actuar. El gran riesgo consiste en la posibilidad de que sus enemigos quieran transmitirle a él un mensaje exactamente opuesto, y decidan seguir cruzando las líneas rojas que pinta, o escalar el conflicto hacia niveles que Washington no desea.

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