Con la parafernalia habitual todo apunta sin remedio a un inminente ataque selectivo contra Siria, con Washington liderando una nueva “coalición de voluntad” (que no debe confundirse con multilateralismo). Aunque cada caso es distinto y múltiples ejemplos muestran la capacidad humana para tropezar incesantemente en la misma piedra, interesa tomar en consideración la experiencia acumulada para determinar qué ha llevado hasta aquí y qué cabe esperar de inmediato.
Ahora no se contempla una intervención en fuerza (Afganistán e Irak) y ni siquiera el derribo total del régimen (Libia). En realidad, Obama ha llegado a este punto tras aprender de lo ocurrido precisamente en Libia y forzado por un guión que él mismo creyó que le libraba de volver a empantanarse militarmente en la región. De Libia ha sacado la conclusión de que es mejor hacerse acompañar por socios islámicos (Arabia Saudí, Jordania, Catar y Turquía) para evitar lecturas de confrontación civilizacional. También sabe que, si hay voluntad política, la existencia de un aval onusiano es apenas una formalidad sin consecuencias (en Irak su inexistencia no evitó el aventurerismo occidental y en Libia se forzaron más allá de lo admisible las dos resoluciones aprobadas, armando a los rebeldes, atacando objetivos fuera del mandato y desplegando unidades de operaciones especiales). Y, sobre todo, entiende que el problema no es tanto derribar a un dictador (sea Sadam Husein o Muamar el Gadafi) como encontrar una alternativa fiable. Por último, es consciente de que armar a los llamados rebeldes puede derivar (ahí están Malí y Níger, pero también Túnez) en un desbarajuste de muy difícil gestión cuando el objetivo principal es mucho más la estabilidad que la democracia.
Por otro lado, creyendo que así satisfacía a quienes le demandaban una mayor implicación militar, Obama hizo saber que el uso de armas químicas era una línea roja que tendría serias consecuencias. Colocando tan alto el listón pensaba que nadie en sus cabales osaría traspasarlo y así, parapetado tras ese argumento, podía evitar el despliegue masivo de sus tropas, mientras procuraba atraer a la mesa de negociaciones a los rebeldes más flexibles (sin armarlos en exceso) y a los representantes de un régimen que seguía viendo como un mal menor (a fin de cuentas, no cuestiona ningún interés vital de Washington y es preferible a los Al Nusra y compañia). Pero ahora, cuando ya John Kerry ha acusado públicamente al régimen del ataque químico, Obama está empujado a hacer algo para no perder la credibilidad securitaria de su país (aunque solo sea porque otros, como Pyongyang o Teherán, podrían animarse a traspasar también otras supuestas líneas rojas).
Visto así, es previsible que Obama se esfuerce por limitar el alcance del golpe contra los arsenales químicos y algunas instalaciones de mando y control. Aunque sabe que será criticado por muchos de los que hasta ahora le exigían hacer algo, prefiere asumir el coste de saltarse la legalidad internacional a armar mucho más a unos rebeldes de los que (con razón) desconfía. En lo que confía (y eso es poco menos que pedir la Luna) es en que tanto los previsibles misiles como los ataques aéreos sean “limpios”, sin bajas propias y sin “daños colaterales”. También debe soñar con que El Asad y sus aliados capten el mensaje —entendiendo que no hay pretensión de defenestrarlo, sino de llevarlo a Ginebra 2 para encontrar una solución negociada que no deje a Siria fragmentada y en manos yihadistas— y, ya puestos, que no ejecuten represalias contra quienes ahora van a atacarlo y que no recurra a nuevos ataques químicos antes de que su arsenal sea destruido. Por pedir, que no quede.
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