Surrounded by the spy scandal and caught up in international crises without clear options for the United States, Barack Obama tries to fight the feeling of indecision and paralysis clouding his presidency with a turn toward speeches concerning serious and pressing American problems. Nothing has worked so far. At the end of his brief summer vacation this week, Obama’s popularity rate plummeted, especially among young people, those most sensitive to the excesses known about television surveillance programs and the Internet. The president’s administration is only approved of today by 45 percent of citizens, just seven months after him taking office.
The White House makes an effort to divert attention to its own political agenda — to regain the initiative. Yesterday, at his first stop in Buffalo, Obama presented a plan to reduce the cost of universities and increase access to aid for minorities and students with fewer resources. High college tuition fees and student debt is one of the biggest complaints in this country, exactly among the group in which Obama’s popularity has fallen the most. But this initiative, like many others in recent months, runs the risk of failing before Congress — which puts the skids under everything that comes from the White House — and before public, absent-minded opinion with other matters and skepticism of the president.
Yesterday, The New York Times paid special attention to the proposal concerning universities, but other means continued to be dependent on the changes of the National Security Agency (NSA), whose activities have a daily drip of information that undermines the credibility of the administration and obscures any other issues. All of Obama’s intentions — various press conferences and statements — to give explanations, to offer assurance about the control that the NSA exercises or to promise changes for better clarity have fallen into the void.
The spy scandal that has left Obama’s activity torpedoing since his supposedly historic speech before the Brandenburg Gate has forced him to store away such important initiatives as the reduction of nuclear weapons, which should have been brought up at the summit with Vladimir Putin but was suspended after Putin granted asylum to Edward Snowden in Moscow.
Nor does Obama find comfort in foreign policy. Currently, the two big crises, Egypt and Syria, have taken a course that leaves the American government without clear options. A military intervention in Syria, a possible consequence of the regime’s use of chemical weapons, could perhaps cause an even bigger disaster than the one it hoped to avoid. The severe punishment to the Egyptian soldiers wouldn’t necessarily mean a guarantee of better stability or better democracy in that country.
And this not very optimistic outlook can complicate things even more for Obama when Congress resumes session next week. The first theme in the legislative agenda is immigration reform, for which the Republicans have plans that will most likely ruin any chance of a quick passing of the bill to legalize 11 million undocumented immigrants. If this occurs, the administration’s big gamble in national politics — perhaps the largest in Obama’s second term — could collapse.
Even three years ahead seems long enough for the president to find oxygen at some point to reverse this situation. However, with the political calendar in hand, this period isn’t too long. Within 14 months of the midterm election, congressmen will start to vote very soon based on their own interests, not those of Obama or their party. The media covered the movements of Hillary Clinton, who has started to talk of politics, with great interest. And even Vice President Joe Biden has left to circulate his intentions to be a candidate in 2016. In these circumstances, the risk of Obama becoming a “lame duck” ahead of schedule is evident.
A first chance to recover the lost shine will come next Wednesday, when Obama will speak from the steps of the Lincoln Memorial to commemorate the speech delivered 50 years before in the same place by Martin Luther King — his beautiful “I Have a Dream” speech. But that chance is also a great challenge for a president whose victory resulted in a dream of similar dimension to the famous pastor of Atlanta.
El presidente de EEUU reactiva su agenda política en uno de los peores momentos de su gestión
Cercado por el escándalo del espionaje y atrapado en crisis internacionales sin claras opciones para Estados Unidos, Barack Obama intenta combatir la sensación de indecisión y parálisis en que se encuentra su presidencia con una gira llena de discursos sobre problemas graves y acuciantes de los norteamericanos. Nada ha funcionado hasta ahora. Al concluir esta semana sus breves vacaciones veraniegas, Obama ha comprobado que sus índices de popularidad se desploman, especialmente entre los jóvenes, los más sensibles a los excesos conocidos sobre los programas de vigilancia telefónica y en Internet. La gestión del presidente apenas es aprobada hoy, solo siete meses después de su toma de posesión, por un 45% de los ciudadanos.
La Casa Blanca hace un esfuerzo por devolver la atención a su propia agenda política, por recuperar la iniciativa. En la primera parada de su gira, en Buffalo, Obama presentó ayer un plan para reducir el coste de las universidades y facilitar el acceso a las minorías y los estudiantes con menos recursos. El elevado precio de las matrículas universitarias y el endeudamiento de los alumnos es una de las mayores quejas en este país, precisamente entre el grupo en el que la popularidad de Obama cae más. Pero esa iniciativa, como tantas otras en los últimos meses, corre el riesgo de estrellarse ante un Congreso que zancadillea todo lo que surge de la Casa Blanca y ante una opinión pública distraída con otros asuntos y ya escéptica con este presidente.
The New York Times dio ayer atención preferente a la propuesta sobre las universidades, pero otros medios seguían pendientes de los avatares de la Agencia de Seguridad Nacional (NSA), sobre cuyas actividades hay un goteo diario de información que mina la credibilidad de la Administración y oscurece cualquier otro asunto. Todos los intentos de Obama —varias conferencias de prensa y declaraciones— de dar explicaciones, de ofrecer garantías sobre el control que se ejerce sobre la NSA o de prometer reformas para una mayor transparencia han caído en el vacío.
El escándalo del espionaje, que lleva torpedeando la actividad de Obama desde su pretendidamente histórico discurso ante la Puerta de Brandeburgo, le ha obligado a archivar iniciativas tan importantes como la reducción de los arsenales nucleares, que debía haber sido planteada en la cumbre con Vladímir Putin suspendida por el refugio otorgado en Moscú a Edward Snowden.
Obama no encuentra tampoco consuelo en la política exterior. Las dos grandes crisis de la actualidad, Egipto y Siria, han tomado un rumbo que deja al Gobierno norteamericano sin opciones claras. Una intervención militar en Siria, que podría ser la consecuencia del uso de armas químicas por parte del régimen, provocaría quizá una catástrofe aún mayor que la que se pretende evitar. El castigo severo a los militares egipcios no significaría necesariamente una garantía de mayor estabilidad ni mayor democracia en ese país.
Y este panorama tan poco optimista puede aún complicarse más para Obama cuando el Congreso reanude sus actividades la próxima semana. El primer tema en la agenda legislativa es el de la reforma migratoria, sobre la que los republicanos tienen planes que muy probablemente arruinarán cualquier posibilidad de una rápida aprobación de la ley para legalización de los once millones de indocumentados. Si eso ocurre, puede desmoronarse la mayor apuesta en política nacional de esta Administración, tal vez la mayor de todo el segundo mandato de Obama.
Tres años aún por delante parece tiempo suficiente como para que el presidente encuentre en algún momento oxígeno para revertir esta situación. Pero, con el calendario político en la mano, ese plazo no es tan largo. Dentro de 14 meses se celebran elecciones legislativas, lo que significa que muy pronto los congresistas empezarán a votar en función de sus propios intereses, no los de Obama o los de su partido. Los medios cubren con máximo interés los movimientos de Hillary Clinton, que ha comenzado a hablar de política. Y hasta el vicepresidente, Joe Biden, ha dejado que circulen sus intenciones de ser candidato en 2016. En estas circunstancias, el riesgo de Obama de convertirse en lo que aquí se llama “un pato cojo” antes de tiempo es evidente.
Una primera oportunidad de recuperar el brillo perdido llegará el próximo miércoles, cuando Obama hablará desde las escalinatas del monumento a Lincoln para conmemorar el discurso que 50 años antes pronunció en ese mismo lugar Martin Luther King, su hermosa prédica de I have a dream. Pero esa oportunidad es también un gran desafío para un presidente cuya victoria dio lugar a un sueño de semejante dimensión al del célebre pastor de Atlanta.
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