El Gobierno estadounidense se encuentra en aprontes para atacar al régimen de Bashar al Asad, en respuesta al supuesto empleo de armas químicas contra los rebeldes y la población siria el 21 de agosto en Damasco. Este ataque, según EEUU, segó la vida de 1.429 personas, entre éstas al menos 426 niños; y argumenta que sería un pésimo precedente si el mundo libre dejara pasar sin respuesta una masacre de estas características.
Tales conclusiones, y el compromiso de Obama en agosto de 2012 de que el empleo de armas químicas supondría traspasar “una línea roja” que Washington no iba a tolerar, permiten inferir que más pronto que tarde las bombas norteamericanas caerán en Siria.
El problema es que esta “guerra limitada”, cuyo propósito no sería derrocar a Bashar al Asad, sino solamente castigarlo a tiempo de limitar su capacidad para bombardear a la población civil (en palabras de Obama), conllevaría consecuencias difíciles de prever, puesto que tendrá lugar en una región bastante inestable.
En efecto, además de causar una reacción desesperada y agresiva del régimen sirio que podría desbordar sus fronteras, las intervenciones armadas casi nunca son una solución. Al contrario, aumentan el odio, las tragedias humanitarias y hacen más vulnerable a la población.
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