El secretario de Estado de Estados Unidos, John Kerry, dijo ayer, en el contexto de una reunión con representantes de la Unión Europea (UE), que el gobierno de su país no se compromete a esperar los resultados de las pesquisas de la Organización de Naciones Unidas por el ataque con gas sarín registrado el pasado 21 de agosto a las afueras de Damasco, achacado por Washington al régimen sirio.
La declaración es una muestra más de la determinación y el empecinamiento de Estados Unidos en lanzar una ofensiva militar unilateral en contra de la nación árabe y tiene como telón de fondo el rechazo mayoritario a esa perspectiva tanto dentro como fuera de suterritorio. En efecto, diversos sondeos y encuestas señalan que la mayoría de los ciudadanos de ese país se opone a una intervención estadunidense en Siria, acaso con el recuerdo fresco de las desastrosas experiencias bélicas en Irak y Afganistán. Un elemento de contexto adicional es la reciente difusión, por parte de la cadena CNN, de una serie de videos sobre el ataque con armas químicas en Siria, en lo que remite inevitablemente al triste papel que desempeñó esa y otros cadenas mediáticas en los meses previos a la invasión a Irak para inducir una opinión pública favorable a esa acción.
Por otro lado, si bien Washington pudo obtener un pronunciamiento de la UE a favor de una “respuesta fuerte y contundente” por los hechos del 21 de agosto en Siria, el conglomerado de naciones se mostró renuente a apoyar expresamente la posibilidad de una incursión militar al país árabe. El propio gobierno francés, que venía manifestando un decidido apoyo al plan de la Casa Blanca, supeditó el inicio de acciones militares en Siria a la presentación de los resultados de las pesquisas de la ONU. A ello se suma el escenario de tensión creciente entre los dos bandos geopolíticos que se han configurado en torno al conflicto sirio: mientras que París y Washington han desplazado buques de guerra en el Mediterráneo ante el eventual inicio de acciones bélicas a favor de la insurgencia siria, Moscú ha hecho lo propio y ha reiterado su apoyo al régimen de Damasco, en un escenario que remite al tiempo de la llamada “diplomacia de los portaviones”.
Los elementos mencionados ponen de manifiesto el carácter injustificable de una incursión militar en Siria: lo es ciertamente, desde el punto de vista humanitario, en la medida en que sólo dejaría más muertos en el país atacado y difícilmente apagaría la violencia y la barbarie que se desarrollan ahí desde hace dos años, sino que la multiplicaría; lo es también desde el punto de vista diplomático, en la medida en que atizaría una tensión multipolar indeseable, y lo es desde la perspectiva de la política interior de Estados Unidos, porque podría resultar contraproducente en términos electorales para el gobierno y su partido, y sobre todo porque acentuaría la crisis de representatividad que enfrenta su institucionalidad.
La concreción del plan bélico de Barack Obama en torno a Siria, según puede verse, sólo terminaría por favorecer a los intereses privados y facciosos –la industria armamentista estadunidense, los contratistas en materia de seguridad y los halcones de Washington– que suelen beneficiarse de los escenarios de guerra en que se involucra recurrentemente la superpotencia. Cabe hacer votos porque la presión interna e internacional determine a los legisladores estadunidenses a no acompañar el ataque a Siria –que conllevaría efectos nefastos para la institucionalidad que representan–, y quizá con esa acción inhibir la ejecución de la agresión que propone su Ejecutivo.
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