Entre el primer día de octubre y el 17 de ese mes (fechas de la crisis que ha padecido EE UU en dos tiempos, con las dificultades en la prolongación del Presupuesto y la elevación del techo de deuda pública autorizada), el presidente Barack Obama tenía que haber viajado a distintos países de la zona para recuperar la prioridad geopolítica con la que llegó a la Casa Blanca: el continente asiático.
El hombre más poderoso del mundo no pudo estar en las cumbres de Asia y el Pacífico ni en la de países del Sudeste Asiático por los problemas de intendencia interna estadounidense, cediendo todo el protagonismo a sus homólogos ruso y chino (principales rivales en la contienda por la influencia en la zona) Vladímir Putin y Xi Jinping. El cierre de la Administración estadounidense y la posibilidad de una suspensión de pagos de la economía más grande del planeta —lo que, según muchos expertos, hubiera reproducido una especie de “momento Lehman Brothers”, como en el otoño de 2008— evitó la presencia de Obama en Bali, Brunei, Malasia y Filipinas. Lo que pone en cuestión la eficacia del instrumental de la democracia USA y su sistema de contrapesos y división de poderes (por cierto, y a pesar de todo, en muchos casos más ágiles que los europeos) frente a los métodos de decisión, por ejemplo, del mandarinato chino.
Más allá del acuerdo logrado in extremis entre demócratas y republicanos para retrasar el problema a los meses de enero y febrero próximos, lo que se ha retransmitido en directo estos días desde EE UU es la expresión pública de una incapacidad que limita a ese país como líder mundial y, en segundo término (pero no menos importante), una polarización gigantesca de la clase política, caracterizada no por un giro de los demócratas hacia la izquierda, sino por la brutal contorsión de una parte de los republicanos hacia posiciones de extrema derecha, con el apoyo teórico de determinados centros de pensamiento y el financiero de algunos empresarios partidarios de la reducción permanente de impuestos, del bloqueo de un sistema regulatorio ampliado (para que no se vuelva a repetir lo del último lustro) y, sobre todo, de impedir la entrada en vigor de una reforma del sistema de salud, que fue la causa primera del conflicto. Esta polarización aún no ha terminado de dar sus peores frutos. Se trata, como lo definió Obama, de una “cruzada ideológica”, aun a costa de impedir el normal funcionamiento de un país.
La principal diferencia entre lo que podía haber ocurrido estos días o puede suceder a principios de 2014 y la quiebra de Lehman Brothers en septiembre de hace un lustro es que ahora se trataría de un castigo voluntario, autoinflingido, a la economía estadounidense, con posibilidades de contagio al resto del mundo. Jugar con fuego por motivos estrictamente ideológicos. Una recaída económica autocausada, acompañada de un daño político y psicológico a la democracia como el mejor sistema de tomar decisiones.
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