¿Acaso es verano en Canadá cuando EE UU se hiela?
Ésta es una selección de titulares de diarios españoles sobre la reciente emergencia meteorológica en América del Norte:
– El frío polar bate récords históricos en la mitad de Estados Unidos.
– Una tempestad de nieve paraliza Nueva York y parte de la costa este de Estados Unidos.
– Nueva York sufre el frío más intenso en 118 años.
– La ola de frío polar convierte Estados Unidos en un témpano de hielo.
Estados Unidos. Siempre Estados Unidos. ¿Será que el apocalíptico vórtice polar trazó un giro extraño en su camino hacia el sur desde el Polo Norte? Porque, miren el mapa, vean donde está Canadá. ¿Acaso es verano en Canadá cuando Estados Unidos se congela?
Y no se trata de un país insignificante. En extensión (casi 10 millones de kilómetros cuadrados), solo le supera Rusia. En población pasa de los 35 millones, cifra notable aunque apenas la novena parte que la de Estados Unidos. En calidad de vida, desarrollo humano, seguridad ciudadana, sanidad, educación, servicios sociales, solidaridad interna e índice de desigualdad sus datos son mucho mejores que los estadounidenses. El problema de nacionalismo en Québec se gestiona con impecables métodos democráticos y sin traumatismos. Su poderío económico le situó en el G-7, y hoy en el G-20. Es la 11ª economía del planeta (España es la 13ª).
Pero, ¡ay!, tiene la desgracia de compartir frontera con Estados Unidos, y esa accidental condición geográfica hace que, pese a compartir la emergencia meteorológica, quede relegado a una práctica invisibilidad. Por eso, en las noticias de estos días, la prensa española (y la de la mayor parte del mundo) ha excluido de los titulares, en una vergonzosa muestra de papanatismo, la información sobre el impacto en Canadá, más desastroso aún que en el vecino del sur, pero que, si acaso, y no siempre, ha encontrado un mínimo hueco en el interior de las noticias.
Lo que habría sido lógico, publicar también de forma relevante y proporcionada las consecuencias de la ola de frío en Canadá, se ha convertido en algo excepcional, como este titular de La Vanguardia que recogía, como un simple apoyo, un despacho de la Agencia Efe: Canadá se enfrenta a una ola de frío extremo de hasta -40 grados centígrados. Y no son solos los medios de comunicación. Son (¿somos?) legión quienes, obnubilados por el resplandor del imperio, encontramos normal que un telediario abra con imágenes de la Quinta Avenida tapizada de blanco y azotada por el viento, como si estuviese tan cerca como las Ramblas o la Gran Vía.
Resulta lamentable, pero nos dejamos abducir por el poder blando norteamericano, satisfechos de experimentar su influencia, de soportar el peso de su invisible y aterciopelada bota. Vemos sus películas y sus series televisivas, admiramos a sus celebridades, compramos sus artilugios electrónicos, consumimos su comida basura, nos identificamos con su forma de vida, sabemos más de Lincoln o Custer que de Carlos III o Prim, más de la Ruta 66 que de la A-3, de las calles de San Francisco que las de Sevilla, de Spielberg que de Almodóvar. Pillamos una pulmonía cuando Estados Unidos se resfría, le seguimos como perritos falderos en su política exterior, hacemos nuestros sus enemigos, combatimos en sus guerras.
Nos merecemos lo que nos pasa: nuestra sumisión e insignificancia. Y se lo merecen también los canadienses porque, aunque celosos de su modelo político y social, asumen sin rebelarse su condición de apéndice.
Puede que el imperio estadounidense esté en decadencia y que este sea el siglo de China. Tal vez, como tantas veces ha ocurrido con los poderes hegemónicos, la caída se produzca entre cataclismos bélicos. Quizá los colonizados europeos suframos también las consecuencias, porque el imperio no se rendirá sin lucha, ni sin exigir el respaldo de sus súbditos.
El heraldo, el ángel de la muerte de ese eventual desmoronamiento podría llegar también de forma más subrepticia, horadando como la carcoma ese poder blando que se manifiesta en la fascinación que suscitan los valores estadounidenses, en como los asumimos por insolidarios que puedan ser, como la competitividad extrema, el culto a las armas y el individualismo del sálvese quien pueda.
Sin embargo, EE UU no estará en peligro inminente de perder esa apuesta existencial, de ser víctima del giro histórico que marque el siglo XXI, mientras, por poner un ejemplo, cuando llegue otro vórtice polar, nos interesemos tanto como ahora por los que ocurra en la Gran Manzana y nos sigamos olvidando de que Canadá también existe.
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