Inadequate Reform

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Las propuestas de Obama para combatir los excesos del espionaje son solo un tímido avance

Barack Obama anunció el viernes una tímida y confusa reforma de los programas de vigilancia de Estados Unidos que, aunque parte de reconocer la legitimidad de la alarma desatada en los últimos meses por este asunto, se queda lejos de ofrecer las garantías necesarias para asegurar el respeto a las libertades y el derecho a la privacidad de los ciudadanos. Fue solo una admisión parcial del daño producido, y una respuesta vaga y contemporizadora.

El presidente Obama admitió que la práctica por parte de la NSA de almacenamiento y recolección masiva de datos telefónicos dentro de EE UU, el más famoso de los programas revelados por Edward Snowden, se presta a abusos que pueden suponer una violación de los principios constitucionales. Pero en lugar de eliminar ese programa de forma inmediata y definitiva, prometió sustituirlo gradualmente en la medida en que la comunidad de inteligencia, el Congreso y sus propios consejeros le presenten opciones alternativas. Mientras tanto, exigió al menos que las agencias de espionaje soliciten autorización judicial antes de acceder a los contenidos de las llamadas que ese programa detecte como sospechosas. Se trata, sin duda, un paso en la buena dirección.

Obama no ha atendido en su reforma a otras recomendaciones de la comisión, como las referidas a la inclusión de voces independientes y mayor transparencia dentro del tribunal secreto que atienda las reclamaciones de los servicios de inteligencia. Y, sobre todo, el presidente no comparte el punto de vista de los expertos de que ese programa de la NSA, además de posiblemente ilegal, es inútil, ya que su contribución a la lucha contra el terrorismo en los últimos años ha sido prácticamente irrelevante.

Por el contrario, Obama aprovechó su discurso para defender el trabajo de la NSA y justificar sus métodos. Es fácil aceptar la necesidad de que las democracias modernas actualicen sus métodos de espionaje y persigan a sus enemigos en los terrenos en los que ahora actúan, incluido Internet. Pero un país como Estados Unidos no tiene por qué hacerlo a costa de un sacrificio tan extenso de las libertades individuales. El argumento de que, si no hacemos esto ahora, la población pedirá explicaciones cuando ocurra el próximo atentado, es indigno del liderazgo que Obama quiere representar. Ningún dirigente puede actuar bajo el miedo ni justificar sus decisiones desde el catastrofismo. Excusas similares utilizó George W. Bush para defender las torturas o las cárceles secretas.

No es la primera vez que Obama se queda en un insatisfactorio punto medio. Le honra la mención a Snowden: hasta el viernes ese era un nombre casi impronunciable en las altas esferas de Washington. El hecho de que el propio presidente aluda ahora a él, aunque sea con algunas críticas, es un reconocimiento implícito de que este discurso era una respuesta a Snowden y de que este leve avance hacia una mayor transparencia es un triunfo del joven contratista de la NSA

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