EL VIEJO FANTASMA RACISTA
Que uno de los más influyentes senadores de Estados Unidos, Lindsay Graham, republicano por Carolina del Sur, reconozca hoy que el racismo ha emponzoñado durante décadas el debate a favor y en contra de la reforma migratoria, debería considerarse como un hito en la historia de una nación renuente a reconocer sus defectos en el espejo y que, no pocas veces, le ha negado a sus minorías la igualdad de oportunidades por el color de su piel, su origen o su religión.
El reconocimiento de éste pecado, en una nación que ha consagrado la igualdad de los hombres desde su Declaración de Independencia, debería ser motivo de reflexión y alentar un propósito de enmienda para combatir a ese veneno racista que ha carcomido, durante generaciones, el alma de Estados Unidos.
En un país donde nació la cultura de lo políticamente correcto, para mantener a raya al fantasma racista, los exabruptos de quienes siguen comulgando con la doctrina supremacista del hombre blanco y conservador son y seguirán siendo parte inevitable de una democracia que todos los días avanza por el sendero de lo perfectible, mientras acalla los impulsos de sus demonios internos.
Mientras ello ocurre, el hombre blanco y conservador, seguirá dando rienda suelta a sus temores y obsesiones, de la mano de quienes se han convertido en sus más notables alumnos, algunos de ellos, miembros del selecto club de los llamados gringos coconuts –oscuros por fuera, blancos por dentro–, que un día sí, y otro también, confunden la política con sus ambiciones personales desde el Capitolio.
Algunos de ellos, incluso, sueñan con pasar a la historia como los redentores de los inmigrantes, a quienes han pastoreado durante décadas con la promesa de la salvación, para llevarlos al cielo de la igualdad ciudadana. Claro, siempre y cuando, éstos acepten confesar sus muchos crímenes y pecados contra esa democracia que los ha tolerado como individuos de segunda clase y como esclavos de la era moderna, mientras edificaban sus edificios, embellecían sus parques y jardines, cuidaban a los niños del hombre y la mujer blancos y les servían la mesa.
Que hoy mismo, la posibilidad de conceder o no ciudadanía a millones de indocumentados se haya convertido en moneda de cambio del debate migratorio, debería ser motivo de reflexión. Que el cálculo político de los republicanos se haya transformado en tabla de salvación de quienes van camino de convertirse en la minoría más influyente de este país, es algo que invita al sarcasmo y a la indignación.
Para quienes todos los días luchan, sin éxito, por no sucumbir al cinismo de la clase política en Washington, la tesis del mal menor (es decir aceptar la idea de la ciudadanía condicionada o a plazos) se abre paso como la única forma de terminar con la pesadilla de las deportaciones y la zozobra de la ilegalidad.
Irónicamente, la que es presentada como la única forma de sacar del limbo y la clandestinidad a millones de inmigrantes es, al mismo tiempo, la única forma de rescatar al partido republicano de su intrascendencia futura y de su furor extremista, por culpa de esos racistas que hoy son señalados por senadores como Lindsay Graham.
En pocas palabras, la negativa a conceder una ciudadanía en automático a los inmigrantes, acompañada por la reiterada exigencia de invertir cifras exorbitantes para tratar de sellar la frontera con México, es la única forma en que los republicanos podrán salir de ese extremo en el que se han arrinconado a sí mismos.
¿Y quien va a lanzarles la cuerda del rescate desde el centro?. Pues los demócratas y el presidente Barack Obama. Si, el mismo Obama que, hace pocos días, reconoció en entrevista con The New Yorker, que aún hay gente (en Estados Unidos) a quien no le caigo bien porque soy un presidente negro.
Quien lo diría. Por un capricho de la historia, podría decirse que Barack Obama se encuentra hoy en las antípodas de otros presidentes que le precedieron, como Harry Truman. A pesar de ser demócrata, a Harry Truman siempre le persiguieron sus demonios racistas. Nacido en el seno de una familia de granjeros en Kansas, Truman llegó a escribir en una carta fechada en el año 1911:
Estoy firmemente convencido de que los negros deberían estar en África, los hombres amarillos de Asia y los hombres blancos de Europa y América”.
Irónicamente, Truman sería uno de los presidentes que hicieron de los derechos civiles una de las prioridades de su gobierno. Aunque, según la recolección de varios historiadores, nunca dejó de usar epítetos de carácter racial.
Por lo visto, desde entonces, el viejo fantasma racista sigue viajando en el mismo tranvía que hoy comparten el hombre blanco y conservador, con esas minorías que son la nueva mayoría en Estados Unidos, y con esas contradicciones que muestran lo mejor, pero también lo peor de su democracia.
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