En materia de privacidad y seguridad, imperativos del Estado se imponen sobre libertad individual.
“No vamos a pedir perdón únicamente porque nuestros servicios de inteligencia sean más eficaces”.
Barack Obama
Exactamente 64 años después de que George Orwell publicara su célebre y ahora premonitoria obra 1984, el diario The Guardian empezó a divulgar, el 5 de junio del 2013, el más grande paquete de filtraciones del sistema de inteligencia de Estados Unidos jamás revelado, con lo cual se desató una tormenta política de enormes proporciones.
El exfuncionario de la CIA y contratista al servicio de la Agencia Nacional de Seguridad (NSA, por sus siglas en inglés), Edward Snowden, entregó al periódico británico y a The Washington Post más de un millón de documentos que pusieron en evidencia no solamente la forma como funciona la NSA dentro y fuera de Estados Unidos, sino –lo más importante– expuso el inverosímil alcance de sus operativos de espionaje y vigilancia.
La opinión estadounidense pudo constatar que su gobierno había ocultado las actividades al margen de la ley de la NSA hasta el punto de mentir acerca de su propia existencia. Así, en marzo del 2013, James Clapper, director nacional de inteligencia, encargado de coordinar las 16 agencias de seguridad y espionaje de Estados Unidos, negó ante el Senado que la NSA estuviera recopilando ilegalmente datos de cientos de millones de ciudadanos norteamericanos… al menos “no deliberadamente”. Tres meses después, ante las revelaciones de Snowden, el funcionario sostuvo que no había mentido, que había respondido de la manera menos mentirosa posible.
Los tentáculos de la NSA
La NSA recibe información de comunicaciones telefónicas (números de las personas involucradas, hora, lugar y duración de las llamadas) de cientos de millones de individuos en Estados Unidos y el resto del orbe, a tiempo que tiene acceso a los sistemas de compañías de internet que colaboran con ella, lo que le permite acceder en conjunto a miles de millones de metadatos al día de personas e instituciones dentro y fuera de Estados Unidos.
Esto último se facilita debido a que entre 80 y 90 por ciento del tráfico mundial de telecomunicaciones, entre llamadas de celulares y satelitales e internet, pasa por servidores y cables de fibra óptica ubicados en EE. UU. pertenecientes a consorcios de dicho país.
Y en estas labores no ha estado sola. Ha contado con la estrecha colaboración de los servicios de inteligencia del Reino Unido, Alemania, Israel, Australia y otros aliados que le aportan información y reciben de ella datos claves para su seguridad, razón que explica por qué las reacciones de estos y otros países afectados por el espionaje hayan sido puramente protocolarias.
Pero el conocimiento de estas acciones de espionaje sí generó un tremendo escándalo en Estados Unidos, donde importantes sectores de opinión han considerado que aquellas van en contra de la cuarta enmienda de la Constitución, la privacidad y las libertades de los ciudadanos, al tiempo que las empresas de internet y comunicaciones involucradas han visto afectada su imagen corporativa y han alegado que no siempre colaboraron de manera voluntaria.
De la Guerra Fría a la guerra contra el terror
¿Pero cómo se llegó a la formación de este nuevo Gran Hermano que supera con creces al monstruo orwelliano de 1984?
El presidente Truman creó, en 1952, el que se convertiría en el organismo más secreto de todo el sistema de inteligencia norteamericano ––la Agencia Nacional de Seguridad, NSA–, encargado de vigilar comunicaciones y recopilar información fuera EE. UU. Durante la dos contiendas mundiales de 1914 y 1939, el gobierno norteamericano intervino todas las comunicaciones de los adversarios de turno, así como aquellas que entraban y salían de su territorio, con la cooperación de las empresas privadas a cargo de ellas.
A lo largo de la Guerra Fría, la NSA se concentró en espiar a los enemigos externos de entonces, la Unión Soviética y sus satélites, a través de la interceptación de sus comunicaciones telefónicas, telegráficas y radiales, entre otras, mediante el uso de satélites y emplazamientos terrestres de diversa índole.
Con la disolución de la URSS a comienzos de los 90, y el consiguiente final de la Guerra Fría, las funciones de la NSA y buena parte del sistema de inteligencia de Estados Unidos se vieron reducidas notablemente, lo cual llevó a una importante disminución en los presupuestos y las actividades de tales organismos.
No obstante, pronto hubo un acontecimiento que cambiaría radicalmente esta situación y la estrategia global de Washington. La escalada terrorista contra objetivos estadounidenses, que culminaría con la tragedia de septiembre del 2001, sirvió para que la administración Bush fortaleciera de manera exponencial la NSA y sus mecanismos de vigilancia otorgándoles unos alcances sin precedentes.
Ya no se trataba de vigilar a los jerarcas del Kremlin para descifrar sus intenciones, sino de rastrear a elusivas células de terroristas suicidas que se movían sigilosamente por todo el mundo, incluido el territorio mismo de EE. UU. Por otra parte, la humanidad había entrado a la era de las comunicaciones digitales. La revolución tecnológica, de la cual también empezó a hacer uso el terrorismo, llevó a la NSA a transformar sus sistemas de vigilancia. Desde la década de los 90, empezó a diseñar programas y tecnologías capaces de interceptar el cada vez más gigantesco tráfico de llamadas de celulares y, muy pronto, también de internet.
En diciembre del 2005 estalló un escándalo similar al actual, cuando The New York Times reveló que desde el 2002 una orden presidencial de Bush había autorizado a la NSA, sin orden judicial previa, la escucha de las comunicaciones telefónicas de innumerables ciudadanos norteamericanos, en abierta violación de las normas que prohibían a esta agencia realizar espionaje interno a menos que contara con el visto bueno de una corte especial, según lo establecía la Ley de Supervisión de Inteligencia Exterior (Fisa, por sus siglas en inglés) de 1978.
Pese a las denuncias, Bush consiguió que el Congreso, en vez de reforzar su auditoría sobre el sistema de inteligencia, aprobara una serie de reformas que fueron permitiendo que, poco a poco, se pudieran sobrepasar las regulaciones impuestas al espionaje y este abarcara todo tipo de comunicaciones, tanto dentro como fuera de Estados Unidos.
Con la llegada de Obama a la Casa Blanca la situación no cambió, sino que, por el contrario, la NSA siguió ampliando su cobertura, tal como lo comprobaron las filtraciones de Snowden.
El presupuesto 2013 de las 16 agencias que componen el sistema de inteligencia norteamericano (el llamado “presupuesto negro”) fue de 52.600 millones de dólares, de los cuales la CIA y la NSA recibieron la parte del león, con 14.700 millones y 10.800 millones, respectivamente. (En el 2009, el primer año de Obama, dicha partida había sido de 40.900 millones, para mantenerse en los años siguientes en un promedio de 52.000 millones).
Se calcula que cerca del 70 por ciento de este presupuesto se destina en la actualidad a unas 2.000 empresas contratistas privadas que venden al Gobierno todo tipo de bienes y servicios relacionados con la seguridad y la vigilancia. De los 107.000 empleados directos del sistema de inteligencia, 22.000 trabajan para la NSA, mientras que un número similar está compuesto por contratistas provenientes del sector privado.
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Ante el escándalo desatado por la filtración de Snowden, Obama anunció, por fin, que pondría en marcha algunas reformas de la NSA, tales como el compromiso de no espiar a los mandatarios de naciones amigas y eliminar, poco a poco, el almacenamiento masivo de información telefónica.
Sin embargo, la vigilancia seguirá operando sin alteraciones importantes. Y es que no puede ser de otra manera. Por principio, todo gobierno espía y vigila, no solamente a otras naciones (aliadas o adversarias), sino también a sus ciudadanos. Es algo inherente al Estado.
El problema surge cuando se descubre que los aparatos de inteligencia han conseguido demasiado poder, sobrepasan sus funciones, se extralimitan y violan la Constitución, tal como ha sucedido en EE. UU. y tantos países.
En la era de internet y las comunicaciones digitales, la privacidad se ha visto de hecho reducida en gran medida y, a la vez, la vigilancia ejercida por entidades como la NSA se ha ampliado de una manera sin precedentes que fácilmente les permite conocer hasta lo más íntimo de muchos millones de individuos.
Estados Unidos, como gran potencia y a la vez víctima de acciones del terrorismo internacional, ha tenido que reforzar sus sistemas de vigilancia, pero los ha desarrollado hasta un punto en que se hace inaceptable para propios y ajenos, ya que se han puesto por encima de la Constitución y no se emplean únicamente para luchar contra el terror, sino también con el fin de recabar información de millones de personas y obtener ventajas diplomáticas, económicas y políticas de muchos países del mundo.
No obstante, el conflicto entre privacidad y seguridad, entre la libertad individual y los imperativos de Estado siempre estará vigente y se resolverá a favor los segundos. Como lo resumió hace poco en forma diáfana Barack Obama: “No se puede tener un 100 por ciento de seguridad y un 100 por ciento de privacidad. Hay que hacer concesiones, y estas pequeñas concesiones nos ayudan a prevenir ataques terroristas”.
El Gran Hermano del siglo XXI, encarnado en la NSA y otras entidades secretas de Estados Unidos y sus aliados, ha existido desde hace muchos años, aun antes de que Orwell nos lo pintara tan magistralmente en 1984. Solo que en el siglo XXI ha adquirido, debido a la revolución tecnológica y los nuevos desafíos de seguridad, un poder extraordinario y una proyección global tales que en ocasiones resulta imposible de controlar, ni siquiera por quienes lo dirigen y forman parte de él.
Si bien el terrorismo pone en peligro el Estado y las libertades individuales, los atentados contra la Constitución de un país también vulneran las bases mismas de la nación y la democracia.
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