Tal vez algo de lo fascinante de Nueva York sea ese toque despiadado. Pero casi todos los que la sufren han soñado con vivirla y han aceptado como un impuesto inevitable el riesgo de la soledad.
No todos llevan prisa en Nueva York. ¿Quién lo dijo? Tal vez alguien que iba de tanto afán que chocaba contra casi todos los que avanzaban en sentido contrario. No todos llevan prisa, pero aun quienes la llevan suelen tener un minuto para señalar sobre un mapa de metro la combinación precisa. Y una sonrisa para los niños, cuando no una palabra amable.
Hay muchos que la han calificado de despiadada, muchos la han tildado de inhumana, hay tantos a los que les infunde temor, que sobre ellos se han hecho decenas de películas. Ah, porque es tremendamente cinematográfica esta Nueva York que, en efecto, quizás sea un tanto despiadada y un tanto inhumana, pero fascinante como pocas.
Y tal vez algo de lo fascinante de Nueva York sea ese toque despiadado. Pero casi todos los que la sufren han soñado con vivirla y han aceptado como un impuesto inevitable el riesgo de la soledad, que en Nueva York se multiplica por diez o por mil. Como casi todo. Porque si hubiera que escoger una palabra para describirla, quizás fuera esta: inmensa.
Son inmensos sus edificios e inmensas las cifras que se manejan desde las oficinas que los pueblan. Son inmensas las cantidades de nieve que caen en el invierno, e inmensas las esperanzas que todos albergan de que se declare oficialmente instalada la primavera, como acaba de suceder. Es inmenso el Central Park e inmensos los ríos de gente que lo corren y lo recorren un domingo en la mañana. Inmenso también el beneficio que produce sentarse a la sombra de uno de sus árboles frondosos a contemplar un lago y a espiar a las ardillas. Es una de las terapias a las que acuden los neoyorquinos que temen ir al sicoanalista o los que no tienen dinero para pagar la consulta.
Una ciudad inmensa también en su variedad. Se puede cambiar de mundo y de época simplemente con cruzar una calle o con dar la vuelta en una esquina: pasar, por ejemplo, del rigor de la zona bancaria a la informalidad del barrio chino –y del gris de la primera a lo estrambótico del segundo– simplemente con cruzar Columbus Park.
Y descender al infierno bajo la propia responsabilidad –a alguno de los muchos infiernos neoyorquinos– o entender que el paraíso no es ese lugar aburrido y silencioso en donde duermen la siesta los ángeles, y que también allí, en Nueva York, se puede encontrar si uno evita chocar contra todos lo que caminan en sentido contrario
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