Reunidos ayer, en vísperas del Foro de Expectativas Agroalimentarias, los ministros (secretarios) de Agricultura de México, Estados Unidos y Canadá, Enrique Martínez, Thomas James Vilsack y Gerry Ritz, respectivamente, emitieron un comunicado en el que manifestaron la voluntad de sus tres gobiernos de seguir mostrando al mundo cómo el comercio y las fronteras abiertas propician el crecimiento económico y el empleo, así como el propósito de construir en América del Norte una economía agropecuaria más fuerte. Entre los temas abordados por los funcionarios se encuentran el cambio climático, los productos transgénicos y las formas de impulsar el Acuerdo Comercial Transpacífico (ATP).
La declaración no parece ser la más adecuada en el momento por el que México atraviesa actualmente, cuando el gobierno federal y las cúpulas de la iniciativa privada se encuentran enfrascados en una discusión cada vez más ácida acerca de si la economía nacional crece, según asegura el primero, o si se encuentra en un estado técnico de recesión, como afirman las segundas; cuando se desarrolla una ofensiva de los productores estadunidenses contra el azúcar mexicano; cuando crecientes sectores de la sociedad se movilizan contra una posible invasión de productos transgénicos procedentes del país vecino del norte, y luego de que, en febrero pasado, 15 organizaciones de los tres socios del TLCAN señalaron que en dos décadas el libre comercio ha sido devastador para el agro: casi 5 millones de empleos perdidos, 6 millones de personas obligadas a emigrar, una caída del 5 al 1.5 por ciento en el producto interno bruto agropecuario y la conversión de México en tercer importador de alimentos en el mundo. Tales cifras están contenidas en el documento Mitos del TLCAN después de 20 años (La Jornada, 20/2/14, p. 2).
Más aun, las organizaciones firmantes señalaron en una carta enviada a los presidentes de México y de Estados Unidos y al primer ministro canadiense que el libre comercio ha sido negativo para la mayoría de los habitantes de las tres naciones, pues propició que se dejaran de lado los derechos humanos, se impuso sin realizar un análisis profundo de los impactos sociales, culturales y ambientales, y se privilegió el interés de un puñado de corporaciones sobre los de las poblaciones.
Tales señalamientos y posicionamientos no son, por supuesto, novedosos. Desde antes del fatídico 1994, año en que entró en vigor el TLCAN, diversas organizaciones no gubernamentales, académicos, intelectuales y sectores políticos habían venido alertando de las desastrosas consecuencias sociales, económicas y políticas que se abatirían sobre nuestro país, a raíz de un marco de libre comercio mal negociado, asimétrico, injusto y potencialmente devastador. El primer día de ese año los indígenas zapatistas de Chiapas se alzaron en armas para expresar su exasperación ante las circunstancias de marginación, opresión y miseria a las que habían sido relegados, pero también para manifestar su rechazo al instrumento internacional, firmado el año anterior, y que entró en vigor justamente en esa fecha, el 1º de enero.
El triunfalismo de los titulares de Agricultura de los tres países deja de lado los saldos de desastre que ha tenido el TLCAN y se niega a recoger el menor cuestionamiento crítico a ese acuerdo y a su aplicación. Da la impresión de que estos funcionarios sólo tienen ojos para ver los beneficios obtenidos por las corporaciones y no la destrucción provocada en estos 20 años por la apertura indiscriminada, precipitada e injusta de los mercados. Martínez, Vilsack y Ritz han dado, en suma, un ejemplo de sordera, insensibilidad y autocomplacencia. Con estas actitudes es difícil imaginar que el acuerdo comercial entre las tres naciones pueda ser reconducido hacia un camino de desarrollo social y prosperidad económica para todos.
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