Migration Crisis: Opportunity for Redemption

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El drama de decenas de miles de niños centroamericanos que han inundado las fronteras de los Estados Unidos para escapar de la violencia y la pobreza en sus países, ha desatado en Washington un debate apasionado y amargo. Sin embargo, y para su desdicha, la mayoría de los líderes estadounidenses insisten en desdeñar la verdadera lección de esta crisis. Los conservadores que se oponen a la solicitud de fondos de emergencia del presidente Obama lo critican por lidiar únicamente con los síntomas, y no con la raíz del problema. En parte tienen razón, pero en parte están muy, muy equivocados. Para ellos, la raíz del problema radica en una ley migratoria demasiado laxa, protecciones muy débiles y castigos que no son lo suficientemente severos. Siguen sin entender que no hay castigo, ni muro, ni ejército que pueda resolver este problema.

Muchas veces he dicho que la pobreza no necesita pasaporte para viajar. Algunos de estos niños reciben el apoyo de sus familias. Otros, realizan la travesía por cuenta propia. El hecho de que estén dispuestos a exponer su vida en el infame tren Bestia, a través del territorio mexicano; el hecho de que asuman el riesgo de ser víctimas de violación y abuso, como muchos niños que han realizado el trayecto; el hecho de que acepten entregar sus posesiones, sus cuerpos y los ahorros de toda una vida a un coyote sin escrúpulos, demuestra que no hay nada que los pueda disuadir. ¿Qué puede hacerles Estados Unidos que sea peor que lo que ya están sufriendo? ¿Y por qué incluso se plantea esta pregunta un país tan grande y poderoso?

La raíz del problema no está en las leyes migratorias de los Estados Unidos o en las políticas que propone el presidente Obama, o cualquier otro presidente estadounidense. La raíz está en la violencia y la pobreza que hace insufrible la vida de estos niños en sus hogares. La raíz se remonta a la “generación perdida”: los padres y abuelos de estos niños, que huyeron de Centroamérica durante las guerras civiles que aquejaron el istmo en la década de los ochenta. En aquel entonces, dos superpotencias, los Estados Unidos y la Unión Soviética, hicieron de nuestra región un campo de batalla para resolver sus disputas. Querían convertir nuestros estudiantes en soldados. Ellos ponían las armas, nosotros poníamos los muertos.

Cuando los líderes centroamericanos encontramos una manera pacífica de acabar con el conflicto, pensé que nuestro logro sería recompensado con ayuda internacional y asistencia para acompañarnos en la transición de la guerra hacia la paz; para ayudarnos a reincorporar a nuestros jóvenes al sistema educativo, reentrenar a los soldados y reconstruir los lazos de familias devastadas. Sin embargo, una vez que cesaron las balas, se extinguió también el interés de las superpotencias.

Hoy todos pagamos por igual el precio de esa oportunidad perdida, tanto Estados Unidos como sus vecinos en el sur. En el triángulo norte de Centroamérica, los soldados han sido sustituidos por delincuentes, los guerrilleros son ahora pandilleros. La guerra en las calles remplazó a la guerra civil. Ya las madres no lloran porque sus hijos salen a combatir, sino porque sus hijos son víctimas de otro tipo de violencia o porque deben partir en busca de una vida mejor.

Este ciclo de violencia no terminará hasta que no exista un compromiso de parte de quienes tienen la responsabilidad de abordar estos problemas antes de que estallen. Para las naciones centroamericanas, esto significa pedirle a los más adinerados que asuman su cuota en la solución. Es imperdonable que países tan pobres, y tan desiguales, tengan cargas tributarias que se encuentran entre las más bajas del mundo. Debemos pedirle más a quienes tienen más.

Estados Unidos también tiene un papel que jugar. Si continúa utilizando la ayuda que le promete a Centroamérica para apagar incendios forestales en su propio territorio, el infierno de pobreza e ignorancia continuará consumiendo esperanzas del otro lado de sus fronteras. El debate actual debe incluir una estrategia de cooperación internacional en la que Centroamérica sea más que un peón en la guerra contra las drogas y el narcotráfico, una estrategia que busque reducir la pobreza y mejorar la educación como únicas vías para evitar una segunda generación perdida. Los programas de transferencias condicionadas, como el programa Avancemos que implementamos en mi segundo gobierno, son un ejemplo de una estrategia cuyo impacto podría aumentar exponencialmente con una pequeña contribución de parte de Estados Unidos. Con solo 62 millones de dólares se le podría dar una beca a cada uno de los 52.000 jóvenes centroamericanos que han sido arrestados cruzando la frontera en lo que va del año. Mientras el presidente Obama solicita al Congreso 3.700 millones de dólares en fondos de emergencia para atender una ínfima fracción de los síntomas de este problema, es irracional descartar inversiones mucho más económicas y que podrían curar la enfermedad desde sus causas.

Ese nivel de cordura, sin embargo, es un desafío para un país donde algunas voces incluso claman por que se elimine toda la asistencia internacional que se le brinda a Centroamérica. Tal razonamiento es incorrecto en términos morales, éticos y pragmáticos. Estos niños son centroamericanos pero también son americanos, en el sentido geográficamente acertado de la expresión: sus tragedias nos pertenecen a todos, incluyendo al país que es ícono de riqueza y oportunidad, al que acuden en medio de su desesperación. Antes que nada, debemos recordar que se trata de menores de edad. No podemos volverles la cara. No podemos fallarles como les fallamos a sus padres y a sus abuelos. Si lo hacemos, su infierno será cada vez más nuestro infierno.

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