De acuerdo con una investigación realizada por The Associated Press, Estados Unidos diseñó y operó, por lo menos desde octubre de 2009, un proyecto supervisado por la Agencia de Estados Unidos para el Desarrollo Internacional (USAID, por sus siglas en inglés) que consistió en enviar en secreto jóvenes latinoamericanos a Cuba con la instrucción de incitar una rebelión y, a la postre, provocar un cambio en el régimen político. El plan utilizó como fachada la creación de programas cívicos y de prevención de la salud, que permitió a los operadores de Washington viajar alrededor de la isla en busca de personas que pudieran reclutar y convertirlos en activistas políticos contra el régimen de Raúl Castro.
Ayer, al hablar sobre el tema, el portavoz del Departamento de Estado, Jen Psaki, dijo que “hay programas en el mundo orientados a desarrollar una sociedad civil más vibrante y capaz, consistente con los programas mundiales de promoción de la democracia. Y obviamente este programa estaba en línea con eso”, en un intento poco afortunado por minimizar su carácter ilegal y violatorio de la soberanía nacional cubana.
El referido plan constituye, en lo esencial, una reiteración de las inveteradas manías estadunidenses para desestabilizar a gobiernos soberanos en el hemisferio, que en el caso de Cuba han llevado a Washington a perpetuar por más de seis décadas un bloqueo improcedente y repudiado por la comunidad internacional en contra de la isla. Por lo demás, con programas similares Washington organizó el golpe de Estado contra Jacobo Arbenz en Guatemala en 1954; promovió actividades desestabilizadoras hacia el régimen de Fidel Castro en la propia Cuba; patrocinó el sangriento cuartelazo del 11 de septiembre de 1973 en Chile; formó escuadrones de la muerte en Centroamérica en los años 80 del siglo pasado, y envió, a finales de esa década, fuerzas invasoras a Granada y a Panamá.
Si algo ha variado entre los ejemplos referidos y el proyecto aplicado en Cuba desde 2009 es que el correlato discursivo de esos planes de desestabilización ya no se limita a la “seguridad nacional” estadunidense, sino que ahora se nutre de conceptos como el “desarrollo democrático”, el fortalecimiento de la sociedad civil e incluso la defensa de los derechos humanos. Algo similar ocurrió en las protestas derivadas del reciente conflicto poselectoral en Venezuela, las cuales fueron respaldadas por el gobierno estadunidense. No cabe, en consecuencia, ignorar la ominosa defensa realizada por el Departamento de Estado para intentar legitimar el apoyo a actividades subversivas en Cuba.
No ha de pasarse por alto, por lo demás, que este intento desestabilizador ocurre en un momento en que las naciones de la región se han proveído de mecanismos de interacción multinacional que escapan a la preceptiva que Washington mantiene sobre la caduca Organización de Estados Americanos. En la medida en que esta perspectiva se consolide, el impulso a programas como el referido terminarán por profundizar el aislamiento de la superpotencia en la región.
En lo inmediato, la situación descrita exhibe de nueva cuenta que Washington, lejos de ser un garante de la legalidad internacional, la democracia y los derechos humanos, se ha convertido en un violador consuetudinario y sistemático de tales principios.
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