A Marshall Plan for Central America

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El macabro éxodo de decenas de miles de niños que se desplazan solos desde Honduras, Guatemala y El Salvador hacia Estados Unidos conforma la más estridente denuncia contra las condiciones de vida horrendas que imperan en sus países, infectados por las maras, la corrupción y la ineficiencia. El gobierno norteamericano enfrenta una grave disyuntiva y no encuentra una solución que sea humanitaria y políticamente correcta. Las medidas utilizadas hasta el presente no han funcionado. Ni el hermético cierre de fronteras ni la deportación pondrán término a este fenómeno que desgarra el corazón.

La reciente reunión entre el presidente Obama y las más altas autoridades de esos tres países que conforman el llamado Triángulo Norte centroamericano ha sido decepcionante. Pidieron más ayuda económica para mejorar las condiciones de vida en esas tierras y poner freno así al desesperado éxodo. Pero las ayudas económicas no han dado ni darán resultado por sí solas. En este campo, ya existe una potente experiencia que debería adaptarse y actualizarse. Se trata del Plan Marshall, que muchos mandaron al desván de los olvidos, y que logró la reconstrucción de Europa tras la Segunda Guerra Mundial, nada menos. Era ayuda económica y estricta supervisión.

Hagamos un breve ejercicio de memoria. El programa fue anunciado por el entonces secretario de Estado norteamericano George Marshall, a comienzos de 1947. Dijo que era imprescindible una coordinación entre Estados Unidos y los países europeos para llevar adelante un plan de inversiones exitoso. No alcanzaba con regalar dinero: debía someterse la situación económica interna de esos países a un inteligente plan y a controles externos rigurosos. Tras seis años de bombas y metralla, buena parte de Europa había quedado en ruinas y no sólo habían muerto 50 millones de personas, sino que un número indeterminado había quedado lisiada, huérfana o enloquecida. Hacia el final de la conflagración, en 1944, se produjo un hambruna espantosa en Holanda, que apenas fue el preludio de una hambruna generalizada. En ese país y en varios otros no se podía resolver la devastación de la agricultura, que había sido objeto de abandono e irracional destrucción. La falta de comida se extendió como una plaga medieval. Esta situación se agravó con el crudo invierno de 1946-47. Por otra parte, habían quedado destruidas infraestructuras decisivas como vías férreas, puentes, caminos, puertos y usinas eléctricas. La escasez de carbón fue la causa de que centenares de personas muriesen de frío. Las elevadas tasas de desempleo multiplicaban la desesperación, que determinaba el aumento de las huelgas, las revueltas y la inseguridad. Recuperar los niveles de vida y bienestar previos a la guerra parecía una ambición imposible.

Poco después del anuncio que proclamó el general Marshall, se efectuó una conferencia en París a la que fue invitada la Unión Soviética, aunque declinó participar de la iniciativa para no quedar sujeta al liderazgo estadounidense. Además, obligó a sus países satélites a que también rechazaran el Plan Marshall con el argumento de que era una maniobra del imperialismo para colonizar Europa. Pese a la campaña de descrédito, numerosos países aceptaron la ayuda que ofrecía el Plan y se reunieron en otra conferencia, también en París, en septiembre de 1947.

El golpe comunista de Praga, ocurrido en febrero de 1948, precipitó la aprobación del Plan por parte del Congreso norteamericano. La reticencia que hasta entonces prevalecía en sus Cámaras, entretenidas con mezquinos cabildeos, fue cancelada por el claro estallido de algo que aún no se quería reconocer del todo: el comienzo de la Guerra Fría. En ese mismo mes de abril, se creó la OECE (Organización Europea de Cooperación Económica) para repartir y concretar la ayuda. Se calcula que el Plan supuso unos 13.000 millones de dólares (al valor de aquella época), invertidos entre 1947 y 1952. Una vez completado el Plan bajo estricta supervisión, la economía de todos los países participantes había superado los niveles previos a la guerra. En las dos décadas siguientes, Europa occidental alcanzó un crecimiento y una prosperidad sin precedentes. Quedaron atrás el hambre, el frío y la depresión.

Mientras, América latina fue descuidada por Estados Unidos, considerada durante demasiado tiempo su “patio de atrás”. Sólo se interesaron por ella compañías que ambicionaban aprovecharse de sus recursos naturales. Gobiernos republicanos o demócratas creyeron que, si brindaban apoyo a las viles dictaduras que les juraban obsecuencia, contarían con aprobación de sus pueblos. Es claro que la situación no fue siempre igual ni pareja y hubo manifestaciones de diverso tono y color. Tampoco se desarrollaron de un modo uniforme las diversas naciones. La democracia que tanto valoran los norteamericanos y tanto deseaban expandir por el mundo no parecía importar en América latina. LA OEA se caracterizó por ser más discursiva que operacional. Hasta que se produjeron sacudones con manifestaciones fascistas o comunistas o guerrilleras. El presidente Kennedy lanzó su Alianza para el Progreso, que se apagó sin pena ni gloria. Ahora no alcanzaría con esa Alianza, un poco ingenua. Ahora habría que diseñar un nuevo, actualizado y poderoso plan Marshall.

El ideal sería que se extendiese a todo el continente. Pero el dramático momento actual aconseja empezar por el Triángulo Norte centroamericano. Conseguir que los tres países que expulsan niños se avengan a tomar medidas consensuadas y muy firmes para impulsar un progreso genuino en todos los órdenes. Desde luego que será imprescindible un duro control externo para evitar la consolidada tendencia a la corrupción y la trampa que arruina cualquier iniciativa. Ahora existen organismos internacionales en exceso, muchos de ellos llenos de pústulas. Por lo tanto, habría que efectuar una prolija selección. También será decisivo que el plan sea minucioso en la creación de infraestructuras, abrir fuentes de trabajo, estimular la educación de calidad, cuidar la salud pública y fijar normas que estimulen la inversión masiva de capitales.

De esta forma, es probable que El Salvador, Honduras y Guatemala salgan de su espantoso presente y se conviertan en la ruta que podrían seguir los demás países. Es un sueño que podría transformarse en realidad si se procede con el mismo rigor y compromiso que caracterizaron al original Plan Marshall.

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