Un Tribunal Internacional para los crímenes sionistas
Iosu Perales
Al fin una voz de Naciones Unidas ha hablado fuerte y claro. La Alta Comisionada para los Derechos Humanos, Navi Pillay, acusa a Israel de crímenes de guerra y de violar la cuarta Convención de Ginebra, al tiempo que denuncia la entrega de armas y la ayuda financiera de Estados Unidos a su aliado sionista. La consecuencia coherente debiera ser la de sentar ante un Tribunal Internacional a los responsables de la masacre contra el pueblo de Gaza, Benjamín Netanyahu en primer lugar.
Y en lo que respecta a Barak Obama nos encontramos ante uno de los presidentes de la Casa Blanca más títere de los lobby judíos, brutalmente cómplice directo de la matanza de más de 1.400 palestinos, en buena parte niños y niñas. Obama pasará a la historia como el presidente que no habiendo ganado ninguna guerra ha dejado países desangrados y fracturados: Irak, Afganistán, Libia, Palestina, Siria. La esperanza de muchos, entre los que me incluyo, de que cambiara a mejor la política exterior norteamericana, ha quedado ya completamente enterrada.
Un Estado que ataca indiscriminadamente a la población civil de Gaza, mata a más de 1 400 personas, la inmensa mayoría civiles inocentes, destruye 2655 viviendas, bombardea a 116 escuelas y a 18 centros de salud, desaloja a más de 200.000 personas de sus casas, pulveriza mezquitas, plantas eléctricas, parques infantiles, comisarías de policía, y por si quedara duda de su brutalidad bombardea tres escuelas-refugio de la ONU matando a decenas de personas, es peor que una organización terrorista: es un Estado criminal gobernado por criminales. Y, ¿cómo llamarles a quienes actúan como cómplices de los criminales? ¿A los Gobiernos de la Unión Europea, por ejemplo?
Al menos los gobiernos de Brasil, Argentina, Cuba, Venezuela, El Salvador, Ecuador, Nicaragua y Bolivia, han tenido la valentía y la decencia de condenar a Israel. Todavía hay espacio para la dignidad.
Lo que está ocurriendo bajo el pretexto de legítima defensa es la historia de siempre. Ya antes de comenzar esta matanza hace cuatro semanas, Israel había matado a 42 palestinos en lo que va de año 2014. Por cierto, la opinión pública mundial debería saber que en los últimos cincuenta años el Ejército de Israel ha matado a centenares de menores de edad. Es una extraña obsesión que tal vez se explique por el testimonio que en 2008 daba un periodista español, miembro de la ONG Vacaciones en Paz, por Radio Nacional de España: «En la frontera con Jordania los militares israelíes se han afanado en revisar los equipajes de los niños y niñas que vienen de vacaciones a España. Cuando les he dicho que son sólo niños un oficial me ha respondido que son futuros terroristas». El periodista, experto en la región, estaba vivamente impresionado. La bomba que en esos días de verano mató a más de veinte niños que ocupaban un edificio en el sur del Líbano, siendo terrible, no fue sino una manifestación más de un estado terrorista que desafía al mundo.
Los crímenes de Israel son justificados por su Gobierno y por Estados Unidos y la Unión Europea, bajo el pretexto de la legítima defensa. Pero en realidad todos ellos saben perfectamente cuál es la causa de esta terrible crisis: la ocupación de los territorios palestinos por una fuerza militar y por más de doscientas colonias de judíos. Esta es la herida abierta en Oriente Medio que la manipulación de los hechos pretende que olvidemos. El sionismo no renuncia a conquistar más territorio en la Palestina ocupada, pues en su agenda oculta se contempla dominar toda la Palestina histórica, desde el río Jordán hasta el Mediterráneo, por lo menos. En su particular hoja de ruta el Estado de Israel no contempla someterse al derecho internacional y al derecho humanitario. Para seguir siendo un Estado díscolo cuenta con el apoyo incondicional de Estados Unidos, donde el sionismo y la Nueva Derecha Cristiana mantienen una alianza teológica y militar.
En palabras del intelectual judío Michael Warschawski, «los sionistas han asumido el concepto de choque de civilizaciones y ven la necesidad de una guerra de anticipación permanente». El árabe, lo musulmán, enemigo histórico en la lucha por la sobrevivencia del Estado de Israel, se convierte ahora en un enemigo aún mayor que lucha por derrotar al mundo civilizado. Esta tesis hecha paranoia justifica absolutamente toda la violencia que se pueda desplegar contra el mundo musulmán. Ya hace muchos años la intelectual judía Hannah Arendt percibió que el sionismo sería una desgracia para los judíos.
No, realmente, por mucho que se diga ésta no es una batalla contra el terrorismo: es una guerra que pretende cambiar el mapa político de la región, de estados debilitados y gobiernos títeres, con Israel como gran gendarme. Esta locura no puede quedar impune, por más que Israel, aspirando al estatuto de víctima del holocausto, culpe a sus adversarios de sus propios estragos. La invocación a los males sufridos por el pueblo judío constituye la base de un discurso que pretende un pasaporte de inmunidad perpetua con el fin de ejercer una violencia despiadada.
Lo lamentable, lo dramático, es comprobar las similitudes entre nazismo y sionismo: la idea de pueblo superior, de raza que debe cumplir una misión sagrada, sus métodos de limpieza étnica, su incapacidad de sentir la mínima empatía por el otro, su conducta violenta permanente, sus métodos de castigo colectivo, de destrucción de bienes de los perseguidos… Demasiadas similitudes. La víctima aprende del verdugo y lo imita. Ya no es víctima, se mira en el espejo y ve a su propio asesino.
Benjamín Netanyahu y sus ministros y sus generales merecen un juicio internacional por crímenes contra la humanidad. Los asesinatos en masa de que son culpables no son comparables siquiera con los de organizaciones terroristas, por la sencilla razón de que un Estado está sujeto a la ley. Cuando un Estado comete actos de terrorismo como lo hace Israel su culpabilidad es mucho mayor, pues al quebrar el derecho y violar los convenios humanitarios está poniendo en grave peligro a la sociedad mundial y las relaciones internacionales y sus normas.
¿Cómo se podrá justificar para la historia el no enjuiciamiento de líderes sionistas culpables demostrados de matanzas horribles? Hoy por hoy parece evidente que no hay ningún gobierno ni organismo internacional dispuesto a un Nuremberg para el sionismo. Al contrario, parece que EEUU y la Unión Europea seguirán permitiendo que el monstruo sea cada vez más grande, llevándonos de esta manera al borde de una conflagración mundial; pero la sociedad civil, las organizaciones de derechos humanos, deberíamos hacer algo, aunque sea simbólico, exigiendo al Tribunal de Justicia de la Haya la apertura de un juicio al sionismo. También deberían hacerlo gobiernos que se solidarizan con Navi Lillay. Entonces se les podrá pedir explicaciones a los gobernantes y generales israelíes sobre por qué en la estación de autobuses de Jerusalén luce desde hace mucho tiempo un graffiti que dice: «¡Holocausto para los árabes!»
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