Estados Unidos es la primera potencia económica mundial junto a China. En el pasado consiguió grados de bienestar nunca vistos. Protagonizó la historia del siglo XX, y hoy sus armas nucleares y su Ejército solo sirven para arrojar fuera de sus murallas a niños abandonados y hambrientos, en un intento de proteger un mundo que ya no existe.
Más de 52.000 menores han sido interceptados desde octubre de 2013 en la frontera del Río Bravo. Según las autoridades estadounidenses, fueron detenidos 15.027 niños hondureños, 12.670 guatemaltecos, 12.146 mexicanos y 11.436 salvadoreños. Y lo que es aún más estremecedor, en los últimos siete años han muerto 2.850 personas intentando cruzar; 101 eran niños. Parece mentira que el país de Google, sede de Microsoft, del iPad y del iPhone no entienda que la revolución tecnológica, unida a la explosión de las libertades, ha cambiado sustancialmente la manera de relacionarnos.
Ya en el Éxodo se narra la historia de Moisés, que guió a los israelitas en su salida de Egipto, pero antes de esa diáspora había testimonios sobre el derramamiento de sangre de niños causado por el miedo de los adultos. Desde entonces hasta ahora, la migración estaba basada en la gratitud por la oportunidad de comenzar una vida en otro país. Había agradecimiento porque los migrantes encontraban paz y alimento, aunque los pagaran con sangre, sudor y lágrimas. La explosión cibernética y la consecuente difusión del conocimiento, más los imágenes de riqueza y bienestar en otras partes del planeta, han cambiado el agradecimiento por la obligación. Hoy, los migrantes lo quieren todo y lo quieren ahora. Se saben parte de una cultura global y demandan reciprocidad por la explotación de la riqueza de sus países. El derecho al bienestar es inherente, o debería serlo, a la condición humana. Si se les recibe en Estados Unidos no es por generosidad, sino porque alguien tiene que limpiar sus piscinas y cortar su césped.
Estados Unidos no necesita ser cuidadoso con sus migrantes fundadores, esos que conforman el supuesto melting pot, sino con los países de donde provienen hoy las mayores oleadas de desterrados. Washington no ha sido capaz de articular una ley de inmigración y ahora se enfrenta a una suerte de intifada latina que transmite una imagen deplorable de la potencia como un todopoderoso faraón del Norte. Se destruyen familias. Se deshonra la tradición humanitaria estadounidense.
Estados Unidos fue durante muchos años un referente de normalidad institucional, tierra de acogida y asilo. La crisis actual surgió como la consecuencia lógica de la vida: la separación de padres e hijos. Pero conforme avanza y se va agravando, se ha convertido en un nuevo problema de diplomacia política y en un arma sentimental de destrucción masiva. Y tal como le pasó a Israel, la imagen de EEUU sale mal parada, porque las guerras de los niños siempre las pierden los mayores, y porque el uso de la fuerza envenena más sus relaciones con Latinoamérica.
Las leyes estadounidenses prevén la deportación inmediata de personas de países con los que compartan fronteras. Con los mexicanos se ha ensañado por ser sus principales proveedores de comodidad doméstica, como en otros tiempos lo fueron de su libertinaje, a cambio de una promesa: heredar su libertad.
Con los niños del éxodo hemos llegado a una crisis humana que avergüenza a los ricos del Norte, compromete a los más pobres de Centroamérica y obliga a los mexicanos a una acción concertada con su programa Frontera Sur. Ya no vale guardar silencio. Estados Unidos tampoco puede permitirse el lujo de perder la batalla diaria de los lamentos infantiles, matando la ilusión de niños desamparados que huyen de la violencia de países saqueados por el imperio. Como los faraones de la Biblia, EEUU muestra el temor a que otras culturas se multipliquen en su territorio y, a la postre, desplacen a sus actuales pobladores, aunque éstos también desciendan en gran parte de foráneos. El imperio levanta sus murallas mientras los niños del mundo socavan sus cimientos.
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