Once de septiembre: Trece años después, el enemigo yihadista seguía ahí
Eran las 8.46 de la mañana en Nueva York cuando un Boeing 767 de American Airlines se empotraba contra la torre norte del World Trade Center. Era el inicio de una pesadilla que dejó casi tres mil muertos y que la historia recordaría como los ataques del 11-S. El mundo nunca volvió a ser el mismo.
Hoy se cumplen trece años de una matanza que supuso el comienzo de una nueva era en el orden mundial, un seísmo cuya onda expansiva alcanza la actualidad, y la amenaza del odio islamista contra los Estados Unidos y el Occidente liberal se mantiene. Ahora con renovado brío en el sanguinario impulso del Estado Islámico (EI) y sus matarifes de vídeo casero.
El aniversario de los atentados llega el día después de que el presidente Obama, un anónimo miembro del Senado de Illinois aquel septiembre de 2001, haya hecho público su plan para combatir al EI, un desafío que recuerda que en este tiempo el enemigo yihadista habrá cambiado de cabecillas y de siglas, pero no ha desaparecido.
Muchas cosas han pasado en estos trece años. El entonces presidente George W. Bush reaccionó al zarpazo terrorista declarando su «guerra contra el terror», bajo cuya égida Washington lanzó las invasiones de Afganistán e Irak, intervenciones en las que se dejó las vidas de miles de sus militares, cantidades ingentes de dinero y gran parte de su crédito internacional. Fue una lucha cruenta que resucitó en los norteamericanos los fantasmas de Vietnam y que trasmitió una imagen arrogante de la Administración Bush en el exterior.
Los estadounidenses se acostumbraron en aquellos años a las escenas de los cadáveres de sus jóvenes volviendo a casa en bolsas de plástico y a las de Bin Laden y su curtido Kalashnikov. Mientras, en paralelo a las guerras de Bush, al árbol terrorista de Al Qaida le brotaron esquejes por doquier. Surgieron filiales como Al Qaida del Magreb Islámico, Al Qaida en la Península Arábiga, Al Shabab en Somalia o el Frente Al Nusra en Siria, y sus seguidores regaron de sangre lugares tan distantes como Madrid, Londres o Nairobi.
En 2009 los demócratas volvían a la Casa Blanca gracias a la figura carismática y promisoria de Barack Obama y la política exterior estadounidense daría un giro copernicano. El nuevo presidente recuperaba la bandera wilsoniana del multilateralismo y se comprometía con la retirada de los frentes afgano e iraquí. Pero ni la nueva retórica ni la entrega del poder en Irak al Gobierno formado por Nuri al Maliki estabilizaron una región que sigue siendo un aspersor de resentimiento hacia Norteamérica, y el vacío que dejó el repliegue estadounidense lo cubrieron los sectores autóctonos más fanatizados.
En todo este tiempo, los servicios de inteligencia del Pentágono nunca cejaron en su batalla en la sombra contra el yihadismo, y el 2 de mayo de 2011 llegaba la noticia más esperada. El criminal más buscado, Osama Bin Laden, caía abatido por un comando de los Navy Seals en su escondite al norte de Pakistán. La desaparición de su líder fue un duro golpe, pero no terminó con la hidra terrorista. Los meses posteriores confirmaron que la política de eliminación de blancos destacados tampoco era suficiente. La multiplicación de los ataques con drones y el refuerzo de la cooperación internacional permitieron desmantelar células terroristas en todo el mundo, pero nunca erradicar su matriz. No habían pasado 24 horas de la muerte de Bin Laden cuando el egipcio Ayman Al Zawahiri lo sucedía al frente de Al Qaida.
Poco antes de eso, una masiva movilización popular había derrocado en Túnez a su anciano dictador Ben Alí. Era la primera de las primaveras árabes, una ola revolucionaria que sacudiría toda la orilla sur del Mediterráneo y a la que Obama iba a reaccionar con una política errática que sus detractores no dejan de reprocharle y que, según los críticos, derivó en la actual fortaleza del Estado Islámico. Con su no intervención en Siria y su marcha atrás en la decisión de armar a los rebeldes que combaten a Al Assad, Washington permitió que el bien organizado y financiado Estado Islámico se convirtiera en un enemigo tanto o más mortífero que aquel Bin Laden de 2001. Trece años después, la yihad ha cambiado de abanderado, pero su espada sigue apuntando al corazón de Occidente, y Obama, aunque mucho menos convencido que su predecesor, se ve arrastrado a una nueva guerra en Irak.
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