Según estudios del Pew Research Center 13 años es el tiempo promedio que llevan viviendo en Estados Unidos los 11.3 millones de inmigrantes indocumentados en ese país. De todos ellos, cuatro millones tienen uno o más hijos que son ciudadanos estadounidenses. Sólo el 15% tiene menos de cinco años viviendo allá.
Ante la contundencia de los hechos, ¿por qué negar la realidad? ¿Quién gana impidiendo a esta enorme fuerza de trabajo regularizar su situación migratoria? Todos aportan su trabajo al engrandecimiento de la economía del país vecino, todos pagan impuestos en las cosas que compran y consumen. ¿Por qué mantenerlos en la sombra?
Negarse a avanzar en una reforma migratoria sólo puede ser obra de quien necesita que dicha mano de obra siga siendo barata, y qué mejor que conseguirlo por la vía de la amenaza de la extradición. También están quienes lo hacen por razones ideológicas: por quienes mantienen una posición política racial vinculada a delirios supremacistas y de pureza de sangre incompatibles con cualquier tendencia humanitaria o respetuosa de los derechos humanos. Como es el caso del gobernador de Texas, Rick Perry, quien ha mandado reforzar con la Guarda Nacional la frontera con México, para evitar, según él, que pasen “terroristas y enfermedades”.
La reciente crisis de los niños migrantes no acompañados —que lejos de haberse asumido como un problema de desplazamiento humanitario fue vista como una amenaza territorial por los gobiernos del sur de Estados Unidos, salvo California— exhibió el tamaño de la desproporción de argumentos de quienes desde posiciones de derecha fundamentalista y radical se niegan a reconocer una realidad que es avasallante y, en los hechos, los supera.
La batalla cívica de los hijos de migrantes sin papeles, pero nacidos en territorio estadounidense —los famosos dreamers— también es representativa de tal miopía.
Urge una reforma migratoria que normalice la estancia legal de esos millones de mexicanos que prefirieron enfrentar los peligros de irse, al no encontrar condiciones para una vida digna aquí en su propia patria. El asunto no es banal ni menor. Van de por medio millones de existencias que no merecen ser víctimas de pobreza aquí y de maltrato allá.
El presidente Barack Obama ha prometido esa reforma, sin que las condiciones políticas internas le hayan permitido cristalizarla. Ya es tiempo de que se haga justicia.
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