El presidente Obama dice haberse embarcado en una guerra contra el terror internacional, para lo que necesita armar una coalición que sea quien ponga, básicamente, los cadáveres. Pero la naturaleza del enemigo, el califato (Estado Islámico, EI) que se extiende por Irak y Siria, y, especialmente, la de sus propios aliados, hace dudoso el éxito de la operación.
Lo primero es saber quiénes son los socios y para qué: diez países árabes de la zona, de los que varios ya han dicho que participarán, pero solo con ayuda aérea, justo lo que no necesita EEUU. Y como Obama persiste en que no habrá fuerzas de combate norteamericanas, hará falta materia prima árabe para conquistar la tierra que Washington bombardee desde el cielo, en parte con drones para minimizar bajas. Pero se demora el voluntariado, porque todos quieren el máximo reconocimiento por el mínimo esfuerzo.
Entre los aliados imprescindibles hay graves omisiones. El presidente egipcio, Al Sisi, exige que la guerra se haga contra todos los terrorismos, entre los que incluye al Hamás palestino y la Hermandad Musulmana en su totalidad, a la que ya expulsó del poder tras las elecciones más democráticas jamás organizadas en el país del Nilo. Peor es aún el caso de Turquía, país musulmán pero no árabe, que no enviará tropas, no permitirá bombardeos desde sus bases de la OTAN y solo prestará cooperación humanitaria. Ankara aduce como justificación que los califales tienen de rehenes a 49 de sus nacionales, aunque, de fondo, está la aversión a compartir bando con los kurdos iraquíes, que tienen a raya al yihadismo, pero únicamente para consolidar las fronteras de una independencia que ya poseen en todo menos en el nombre. Un Kurdistán independiente sería una bomba de tiempo para la Turquía kurda. Y como remate, el EI puede costearse un ejército de hasta 30.000 combatientes, gracias a que el Estado turco hace la vista gorda con el contrabando de petróleo iraquí, que se vende en el mercado negro con beneficios de entre uno y dos millones de dólares diarios. Cegar esa financiación sería tan importante como hacer la guerra aérea o terrestre, para lo que bastaría con atacar los interminables convoyes que transportan el crudo de Irak a Turquía, a la vista del mundo entero. La lealtad de Arabia Saudí y Qatar merece ser investigada. Mientras los yihadistas guerreaban contra la Siria de El Assad, estaban subsidiados por la monarquía y el emirato, pero habiéndose convertido en actores independientes y, encima, con pretensiones califales, Riad puede haber llegado a la conclusión de que no le interesan competidores por el favor de Alá. Todo ello no desmiente, sin embargo, que sin saudíes ni cataríes la amenaza de este Yihadistán habría sido otra. Y la guinda del conflicto es que solo se puede cooperar tácitamente con los únicos que luchan de verdad contra EI, el Ejército sirio y unidades iraníes, por los tabúes y desconfianzas de ambas partes.
La transformación de ese magma de compañeros de viaje —que se ha discutido en París— en una fuerza combatiente, exigirá un tiempo y una paciencia bíblicos. Barack Obama ha empezado algo que difícilmente verá terminar.
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