Dediqué la semana pasada a visitar Washington para afinar un reportaje sobre las elecciones de noviembre, en las que estará en juego el control del Senado y una larga lista de cargos locales además del equilibrio de poder en la Cámara de Representantes. Hablé con encuestadores, activistas y analistas políticos. Todos, de una manera un otra, se acercaron a dos conclusiones. Primero: lo más probable es que el Partido Republicano se haga del control de la cámara alta para dedicar el próximo par de años a tratar de revertir el legado de Obama y preparar el terreno para la complicadísima batalla que les espera en el 2016 si es que pretenden derrotar a una Hillary Clinton que parece, el menos hoy, poco menos que invencible. La segunda gran conclusión a la que llegaron mis entrevistados es más bien un diagnóstico: la política estadounidense sufre, hoy más que nunca, de una enfermedad crónica llamada polarización. Realmente no importa, me dijeron, si los republicanos alcanzan su objetivo de hacerse del Poder Legislativo. La mayoría que obtendrían sería tan pequeña que garantizaría un nuevo periodo de parálisis. Uno pensaría que una mayoría así de frágil sería el incentivo ideal para generar algún tipo de consenso entre los moderados de ambos partidos para volver gobernable el país. Ha ocurrido todo lo contrario: el sistema bipartidista estadounidense se ha vuelto un guerra entre dos islas incomunicadas. Y eso preocupa, con toda la razón, a los profesionales en Washington.
El problema es que, como me explicara un asesor (experto en números y demografía) del presidente de Estados Unidos, esta polarización se ha visto fortalecida por la segmentación geográfica de los distritos, que ha generado auténticas burbujas ideológicas donde el voto es uniforme y, peor aún, la forma de pensar de la gente es impermeable a otras opiniones. A ese fenómeno hay que sumar otra variable contemporánea que es, a la larga, quizá más preocupante para la democracia estadounidense (y para otras, claro está): las burbujas ideológicas que genera el mundo virtual. De acuerdo con una de las personas que entrevisté, el hecho de que el sofisticado proceso de personalización de los motores de búsqueda o redes sociales como Facebook ofrezca al usuario un torrente de información y análisis restringido a sus gustos y preferencias puede desembocar en la consolidación de una sociedad condenada al solipsismo político. Y en efecto: vale la pena considerar qué puede ocurrir con una democracia compuesta por ciudadanos aislados, completamente desinteresados e incluso hostiles a otros puntos de vista.
Hace algunos años leí un libro que trataba de responder esa pregunta. Lo escribió Eli Pariser, antiguo director de Moveon.org, y se llama The Filter Bubble. De acuerdo con Pariser, los filtros de Google, Facebook y demás han conseguido reducir al mínimo la presencia del “otro”; de quien piensa diferente o tiene una manera distinta de concebir la vida. Si esta ya es la generación del “selfie” —la obsesión absoluta por la primera persona— los algoritmos de los motores de búsqueda están dando pie a una generación de narcisistas informativos para los que solo existen sus propios intereses. Pariser insiste en que el fenómeno puede terminar por desmoronar nuestra capacidad para debatir. ¿Para qué tolerar al de enfrente si puedo “filtrarlo” (eliminarlo) ajustando mis preferencias de búsqueda o simplemente confiando en el sistema de información a la medida que me nutre día a día en la red?
El peligro, claro, es que estas burbujas virtuales tienen repercusiones tangibles en la vida cotidiana y mucho más en la vida política. La democracia es impensable sin el reconocimiento de la existencia del otro y sin la voluntad no solo de tolerar plenamente su punto de vista sino incluso de aprender de esa perspectiva. Ese era el espíritu de las asambleas que dieron pie al gobierno del pueblo. Ahí no había filtros ni algoritmos. Había voces discordantes a las que había que escuchar sin la posibilidad de apretar delete. Rescatar el diálogo es un reto más de nuestra época, tan fascinante.
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