El bombardeo en territorio sirio de posiciones del Estado Islámico (EI) iniciado por EE UU con la ayuda de algunos Gobiernos árabes señala una sustancial escalada militar de Washington en una región en la que Barack Obama se ha resistido a intervenir durante tres años. EE UU vuelve a la guerra en Irak y Siria, aunque su presidente evite por todos los medios llamarla por ese nombre.
Se sabe poco de los ataques aéreos contra los terroristas islamistas, salvo de su amplitud y contundencia. La enérgica irrupción estadounidense acaba con su pasividad frente a los bastiones sirios de la bárbara insurgencia suní, cuyas decenas de miles de combatientes y su jerarquización burocrática es capaz de mantener bajo su férula a millones de sirios e iraquíes.
La guerra contra el EI no va a ganarse desde el aire. El combate militar y político contra la nueva y formidable amenaza fundamentalista será largo; su final se decidirá en tierra y estará reservado a los aliados árabes de EE UU, una vez que Obama ha descartado llevar de nuevo a sus soldados a la región. Su derrota, sin embargo, requerirá un compromiso duradero, árabe y occidental, más allá del escenificado en los primeros ataques aéreos. Esa dependencia de Washington de socios circunstanciales y tan ambiguos como Arabia Saudí o los países del Golfo, y sobre todo de los dos Estados fallidos escenario de la guerra, Siria e Irak, pone en cuestión el desenlace de la empresa. En el descompuesto Irak no hay un Ejército capaz de oponerse a los islamistas, ni lo habrá en mucho tiempo. Y Bagdad representa un juego comparado con Siria, donde el genocida Bachar el Asad goza de la protección militar y diplomática tanto de Irán como de Moscú.
Washington no puede acabar con la pugna entre suníes y chiíes. Pero su tardía decisión de actuar contra un poder tenebroso que nos amenaza a todos debe ser bienvenida y apoyada, por más que el empeño esté lleno de riesgos e incógnitas.
Leave a Reply
You must be logged in to post a comment.