Imperio
Ha llegado Obama, pues, a su tragedia. Se ve que el premio nobel de paz no pudo más, y que se rinde a la guerra.
Todo presidente de Estados Unidos –es más: todo presidente– termina protagonizando una tragedia. Pero ninguno tan trágico en la historia reciente como Barack Obama. Que, luego de seis años de explicarle a su país que a nadie conviene usar la fuerza militar norteamericana en los rincones de la Tierra en donde se esconde el fundamentalismo, y después de capotear, a costa de los nervios de su sociedad, los gritos de los astutos fanáticos de la pacificación (“la solución es matar a esos bastardos”, gritó el más burdo hace unos días), desde el pasado 10 de septiembre ha estado volviéndose un George Bush: uno cualquiera. Qué esclarecedor ha sido verlo hablando de “degradar y destruir” a los terroristas del temible Estado Islámico: ha estado diciendo, como cualquier figura trágica que se rinde a sus dioses, que fue incapaz de escapar al destino manifiesto de su patria.
Ahora que ha puesto en marcha su “plan irreversible para Siria e Irak”, unas semanas antes de que la derecha acabe de tomarse el Congreso, es obvio que la derrota de Obama es el triunfo de una guerra que no cesa. Y que su tímida propuesta de dejar sin razones a los extremistas ha sido aplastada por la voluntad del imperio americano.
Yo nunca he lamentado lo gringo, no, no he gritado “yanqui: go home”, ni lo he pensado, porque he conocido profesores de allá que no me han permitido caer en los estereotipos, he visto con mis propias gafas que las valientes ficciones de sus artistas desmienten las exaltadas falacias de sus políticos, he notado que los mejores dramas hechos en Hollywood enmiendan los peores desastres montados en Washington, he tenido a la mano, en fin, esa cultura –y su enorme belleza, de Mark Twain a Richard Ford, de Buster Keaton a Wes Anderson, de Art Spiegelman a Joe Sacco, de Bo Diddley a Tracy Chapman– como cualquier alma en pena en jeans de mi generación. Pero tengo claro que de las buenas intenciones de los líderes norteamericanos está plagado el camino al Oriente Próximo de hoy.
El cineasta Oliver Stone sugiere, en su Historia no contada de los Estados Unidos, que su país perdió el rumbo el día de 1945 en el que el guerrerista Truman reemplazó al progresista Wallace en la vicepresidencia. El profesor Howard Zinn señala, en su Historia popular del imperio americano, que las reacciones al horror del 11 de septiembre (“cometimos actos terroristas para enviarles un mensaje a los terroristas”) probaron que los líderes gringos no aprendieron nada de ese siglo XX “de violencia contestada con violencia”. El comediante Jon Stewart recuerda, en The Daily Show, que el 65 por ciento de los norteamericanos apoyan los ataques pero no pueden ubicarlos en el mapa: que, desde aquel 10, el país que piensa dónde usar su poder volvió a ser el país que dispara antes de preguntar.
Ha llegado Obama, pues, a su tragedia: a pronunciar la sentencia “el liderazgo americano es la constante en un mundo incierto”, con los ojos entrecerrados de Harry el sucio, muy a pesar de sí mismo. Se ve que el premio nobel de la paz no pudo más, y que se rinde a la guerra. Que sabe que, si no fuera porque las sociedades no son solo sus gobiernos, lo que seguiría para su bello país –que es también un imperio cansado– sería la peor de las decadencias. Que cuando dice que “los servicios de inteligencia subestimaron al Estado Islámico” está diciendo que lo eligieron por las mismas razones por las que no lo dejan gobernar. Por algo ha repetido, a quien lea entre líneas, que su serie favorita es Homeland: porque verla es ver que a fuerza de agencias secretas, y de comerciantes de armas, y de espías –y para bien: de una nueva generación que no cree en los poderes de siempre–, el mundo no está en manos de los presidentes.
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