Preocupado desde el lanzamiento de su candidatura en diferenciarse de Bush, Obama consigue finalmente hoy plasmar esas diferencias en una estrategia alternativa. Y lo logra pareciéndose a Bush, curiosamente. No es solo un juego de palabras. Es una lectura de la historia reciente.
Ya desde el Senado Obama fue un vehemente crítico de su antecesor. Esbozaba una visión diferente, especialmente sobre los grandes temas de la política exterior y la seguridad de Estados Unidos: el terrorismo, Afganistán e Irak, y ello sin desconocer el problema de Guantánamo. De hecho, con eso le alcanzó para llegar a la presidencia con el Nobel debajo del brazo, pero no fue capaz de convertir su discurso legislativo y de campaña electoral en una política exterior coherente y viable.
Si los años de Bush fueron de un unilateralismo sobre extendido—inspiradores de la noción de “presidencia imperial”, entre otros—la Administración Obama ha sido a menudo caracterizada y criticada por un supuesto aislacionismo y pasividad. Y algo de eso es acertado, como lo ilustra la etiqueta de “presidente reticente”, en referencia a sus reiteradas vacilaciones frente a las crisis de Siria y de Ucrania. .
Pero eso parece haber cambiado ahora, con un Obama que toma el centro del escenario en las Naciones Unidas y por primera vez en seis años logra practicar ese multilateralismo que tanto había predicado. Surge, eso sí, un multilateralismo bastante menos liberal que el característico de anteriores presidentes Demócratas, de Kennedy a Clinton y pasando por Carter. En cambio, en el escenario del Consejo de Seguridad el script dominante fue un multilateralismo realista, evocativo de la presidencia de George Bush—de George Bush padre, esto es.
La sorpresa en esta paradoja familiar es relativa. No puede olvidarse—en realidad, se recuerda especialmente hoy—que Obama candidato atrajo consigo a buena parte del equipo de defensa y política exterior de George H. W. Bush. No fue solamente Colin Powell, el estratega militar de la primera Guerra del Golfo, luego Secretario de Estado del hijo en su primer periodo y tímidamente critico a partir de allí. También se unieron los senadores Lugar y Hagel, hoy Secretario de Defensa, y varios miembros del Consejo de Seguridad de la Casa Blanca de Bush padre.
Sin embargo, el multilateralismo realista de los Republicanos de los noventa adoptado por Obama no se tradujo en una política exterior concreta. Eso hasta que el Estado Islámico comenzó a exhibir su excepcional barbarie contra ciudadanos estadounidenses y europeos. La opinión pública, que desde el fiasco de Irak rechazaba toda opción bélica, comenzó a cambiar. Y de la noche a la mañana la estrategia militar se hizo legítima.
Este Consejo de Seguridad rememoró al de Bush padre—quien contó con una coalición con países musulmanes y con mandato de Naciones Unidas—más que al de su hijo, cuya invasión de Irak estuvo respaldada por una mera coalición de voluntarios—coalition of the willing—y sin un solo estado de la región. Obama concluye su gestión allí con una resolución unánime contra el Estado Islámico con el apoyo de la Liga Árabe, nada menos, además de varios países europeos.
La gran estrategia contra el EI comienza así a tomar forma, a pesar de los varios temas por resolver. Obama insiste que no aceptará a El Assad en su coalición, quien también es amenazado por el EI, y en cambio continuará apoyando a los rebeldes moderados. La propuesta bien podría ser cándida. Primero porque es difícil imaginar una definición de “moderación” en esa parte del mundo hoy, y luego porque siempre es más predecible coordinar con un estado—que Siria, fragmentado y todo, lo es—que con una horda, por moderada que esta sea.
Siria, además, es necesaria por ser cliente de Irán, tanto como lo es de Rusia. Estos dos, con ejércitos numerosos y equipados, podrían ser tan imprescindibles como Arabia Saudita en esta nueva guerra. Y queda por dilucidar la cuestión de no tener tropas en tierra, una estrategia de improbable éxito militar. .
Más allá de la letra chica algo confusa, con estos nuevos acuerdos el escenario ha cambiado de manera extraordinaria. En el último cuarto de sus ocho años en la presidencia, surge ahora un Obama diferente, que marca el camino y define la estrategia para enfrentarse a la amenaza, con frecuencia incomprensible, del Estado Islámico. Dos años pueden ser muy poco o pueden ser mucho, dependiendo del camino a recorrer y sus éxitos.
Ahora sí que el verdadero legado de Obama está en juego. Su presidencia no concluirá como comenzó, con un Nobel de la Paz, sino con una guerra. Pero tal vez sea una guerra que le permita dejar el poder con un mundo algo más seguro. Y ese sería un gran legado.
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