Nuestra guerra
Como decía Harold MacMillan, el último gran líder conservador británico al que le tocó rendir el imperio, los acontecimientos siempre nos alcanzan. A Obama le ha llegado también el momento de rendirse a la evidencia: rectifica. El terror debe ser enfrentado con la fuerza y el ejercicio de la misma a nivel global todavía solo lo puede encarnar, aunque a regañadientes y a pesar de su percibido declive, Estados Unidos. El presidente que encarnó en 2009 el sueño global del americano bueno, del regreso al multilateralismo, de la mano tendida a los adversarios, está en pie de guerra contra el terrorismo del Estado Islámico, que superando a Al Qaeda, se ha hecho con un territorio en Mesopotamia del tamaño de Cataluña y la Comunidad Valenciana, y amenaza con poner patas arriba el gran Oriente Próximo, aún la principal gasolinera del mundo, y exportar la barbarie a Occidente.
Trece años después del 11-S, cuando, por primera vez después de Pearl Harbour, EE UU sufrió un ataque directo sobre su territorio, ya no se trata de construir democracias en donde había dictaduras en naciones árabes y musulmanas, mosaicos étnicos y tribales fragmentados, última y falsa ratio de la invasión de Irak. La enterrada primavera árabe fue un espejismo más, luego vino la atroz guerra civil en Siria y, finalmente, la vuelta al medievo del autodenominado califato islámico. Aunque algunos lo presenten como tal, tampoco estamos ante la reaparición de EE UU como el último garante del orden internacional. Porque ese equilibrio de poder basado en una serie de valores liberales occidentales compartidos, en cuyo interior se manejaban los desacuerdos, promovido por Washington, ya no existe.
Occidente ya no es capaz de imponerlo: lo rechazan China, Rusia, los islamistas, los emergentes. Caminaremos todavía por un largo tiempo en un mundo de nadie, sin hegemonías claras. Mientras tanteamos un nuevo orden. Vemos estos días la rutina de cada septiembre del foro global de Naciones Unidas. Un lugar adecuado para simular, a través de un sinfín de bien intencionados discursos y fotooportunidades, que cada país por pequeño que sea cuenta. Mientras, el Consejo de Seguridad sigue sometido al veto de los vencedores de la II Guerra Mundial, y no incluye a India, Brasil, o a la Europa unida con una sola voz. Y lo urgente, la crisis económica o el terrorismo, recibe más atención que el cambio climático o el ébola, lo trascendente: el mundo que dejaremos a nuestros hijos.
Obama trataba de salir de la ciénaga de Oriente Próximo y vuelve a sumergirse en ella. Solo aspira ya a degradar al nuevo yihadismo, que no fue enterrado con Osama Bin Laden. Es un imperativo de seguridad nacional: evitar una nueva catástrofe en suelo estadounidense y la desestabilización de dos piezas tan importantes para el sistema occidental como Jordania y Arabia Saudí. Obama es consciente de que este será un problema para el siguiente presidente e incluso para su sucesor. No es solo la guerra de EE UU, es también, aunque incomoda, nuestra guerra. Los acontecimientos nos han alcanzado.
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