The War against Drugs

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En los últimos días, la sociedad hondureña ha podido comprobar, entre sorprendida e incrédula, los contundentes golpes que han recibido las redes delincuenciales del crimen organizado. Primero fueron las incautaciones (“aseguramientos” les llaman los operadores de justicia) y luego vinieron, gradualmente, las capturas personales y el acoso constante contra los socios y cómplices de los grandes jefes del narcotráfico local.

Los éxitos obtenidos por las fuerzas de seguridad, con el auxilio oportuno de la Agencia antinarcóticos de los Estados Unidos, la famosa DEA, son evidentes. La importante ayuda norteamericana, traducida en buena información de inteligencia y asistencia tecnológica adecuada, está fluyendo ahora con más frecuencia y sostenibilidad, luego de que se han conformado varios y más creíbles cuerpos élite dentro de las fuerzas de seguridad, con el apoyo y cuidadosa supervisión de los mismos norteamericanos.

Esta “avalancha inesperada” contra el narcotráfico no es casual ni se produce en el vacío. Obedece a factores muy concretos y comprobables. Si hemos de recordar, desde el inicio de su periodo gubernamental, el actual presidente Hernández sorprendió a la audiencia nacional con un discurso casi de confrontación, cargado de reproches y reclamos hacia los Estados Unidos por una supuesta actitud de indiferencia y escaso interés en ayudar a Honduras en la guerra contra el narcotráfico. De acuerdo con la visión presidencial, Washington no mostraba la suficiente atención ni el entusiasmo requerido para que Honduras pudiera hacer frente a los carteles internacionales de las drogas con posibilidades reales de triunfo. Ese discurso, con sus variaciones de énfasis y matices, se mantuvo latente durante varios meses. La primera vez que lo escuchamos fue con motivo de la toma de posesión a finales de enero del presente año. Luego, casi al día siguiente, fue repetido, en una variante suavizada, ante la prensa internacional en La Habana, cuando Hernández y su comitiva asistieron a la reunión de la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños (Celac) celebrada en Cuba. El mismo tono se mantuvo durante las reuniones regionales con los presidentes vecinos o en eventuales declaraciones a la prensa nacional y extranjera.

Con motivo del llamado “éxodo infantil”, esa marejada migratoria que llevó a miles de niños hondureños (el 29% de los casi 50 mil entrampados en la frontera sur de los Estados Unidos, según las cifras oficiales del Acnur, organismo especializado de las Naciones Unidas), se produjo la visita de los tres presidentes del Triángulo Norte a Washington. La recepción fue tan breve como fría. La propuesta de diseñar un Plan Centroamérica, en base al modelo del Plan Colombia, no encontró el eco esperado. La respuesta oficial, comunicada por el propio vicepresidente Joe Biden, fue que los países solicitantes no tenían ni la capacidad ni la voluntad real para llevar a cabo los cambios y reformas que el Plan Colombia había requerido para tener posibilidades de éxito. Ante ese rechazo tan evidente, los presidentes centroamericanos no tuvieron más alternativa que dar la vuelta y dedicarse a preparar una nueva propuesta, esta vez bajo el nombre de Alianza para la Prosperidad, cuyo documento base fue presentado en Washington y ante las Naciones Unidas el pasado mes de septiembre.

Pero antes de esto, el día 06 de agosto, el presidente Hernández, acompañado de los miembros del Consejo Nacional de Defensa y Seguridad, emprendió una súbita visita a la ciudad de Miami para visitar la sede del Comando Sur del Ejército norteamericano. La invitación la había cursado el propio General John Kelly, jefe de esa unidad militar y de quien el presidente hondureño se ufana de ser “un gran amigo personal”. La visita, tan sorpresiva como inesperada, desconcertó a muchos y generó más de una especulación política. Pero lo cierto es que, a su retorno, el Presidente hondureño venía más calmado, menos eufórico en su “crítica” a los norteamericanos y más inclinado a la cooperación discreta y el acuerdo positivo.

Coincidencia o no, lo cierto es que la ofensiva antidrogas cogió un nuevo ritmo a partir del mes de agosto, abarcando en su radio de acción ya no solo a los bienes de los narcos y a sus cuentas bancarias vacías, sino a los mismos narcotraficantes en persona, primero a nivel intermedio y luego en las alturas de las cúpulas mafiosas.

La nueva dinámica de la lucha antidrogas, pues, estaría relacionada con la misteriosa visita en agosto al sur de la Florida, la llegada, en ese mismo mes, del nuevo embajador norteamericano James Nealon, el rechazo al fracasado Plan Centroamérica, las expectativas en torno al Plan de la Alianza para la Prosperidad presentado en septiembre y, por supuesto, a la llamada “crisis humanitaria” generada por el éxodo de los niños centroamericanos hacia los Estados Unidos a partir sobre todo del mes de julio.

Puede que existan otros argumentos y factores que ayuden a explicar la ofensiva antinarcóticos. Uno de ellos sería la nueva “voluntad política” que se aloja en Casa Presidencial, una vez que ha sido debidamente estimulada por presiones exógenas. Si es así, ello nos ayudaría a comprender finalmente las razones por las cuales no se habían propinado golpes importantes a las mafias narcotraficantes en los años anteriores. ¿Miedo, complicidad, complacencia, indiferencia e irresponsabilidad? No lo sé. A lo mejor fue una mezcla de todos estos elementos juntos. A lo mejor.

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