La tercera guerra
Razón tuvo el papa Francisco cuando dijo en setiembre, en el contexto de la conmemoración de los 100 años de la Primera Guerra Mundial, que la Tercera Guerra se está viviendo como una entrega por partes. Al pie del cementerio de Fogliano Redipuglia, donde yacen cerca de 100 mil soldados italianos que murieron en el frente austriaco –cuya derrota y retirada fue narrada de manera brillante por Hemingway en Adiós a las armas–, el papa recordó los componentes (“intereses, estrategias geopolíticas, codicia de dinero y de poder”) de la sinrazón humana que están detrás de los conflictos bélicos y de los esfuerzos por mantenerlos. El suyo fue un llamado cuya dureza y claridad se agradecen en medio del horror de las conflagraciones que afectan Ucrania, Siria, Iraq, el África Subsahariana y Afganistán, que abonan la creciente percepción de inestabilidad geopolítica, particularmente con la expansión del llamado Estado Islámico (EI).
Empero, las palabras del papa van más allá de un llamado a la cordura y a los fundamentos que sostienen las opciones por la paz. Son una descripción del proceso histórico de esa noción que a partir de la Segunda Guerra despertó la idea de una tercera conflagración. Desde la Guerra Fría –ese campo de batalla en donde los Estados Unidos y la ex-URSS jugaban al póquer en el tablero global hasta que los soviéticos se quedaron sin fichas– de a poco se ha ido transitando a un mundo más complejo, en donde los amigos de ayer son los enemigos de hoy, trastocando el sentido de las “causas justas” y convirtiéndolas en un bumerán que, literalmente, impacta en la cara de quien lo lanzó.
Esta es la tónica que configuró el emerger de Al-Queda tras la guerra afgano-soviética, una de las últimas escaramuzas de la Guerra Fría. Aupado por los Estados Unidos, el extremismo islámico se alzó con la victoria y la “legitimidad” para instaurar un califato extremo. Los talibanes, junto a todos los yihadistas que lucharon con ellos, no se conformaron con su proto-estado islámico. A pesar de configurar un horrendo “cielo en la tierra”, buscaron un nuevo enemigo en su exaliado. La historia que empezó con el 11-S ha dado la vuelta al mundo en esa reacción en cadena que ha sido la búsqueda de hacer justicia con la mano propia, que unos y otros han argumentado como objetivo final.
El siguiente capítulo de esta guerra por entregas (como las novelas inglesas del siglo XIX) se caracterizó por la iteratividad de la acción-reacción sin fin, el maniqueísmo de buenos y malos en un complejo entramado de grises, y la miopía en que las acciones y victorias en el corto plazo se revierten cuando la realidad emerge descarnada. Iraq es el ejemplo emblemático. A la derrota de Sadam Husein le siguió la intención de construir una democracia de estilo occidental y el esfuerzo de los Estados Unidos por asegurar un abastecimiento energético estable. Conforme esto último funcionaba en propio suelo americano, la entelequia democrática iraquí sucumbía ante los conflictos larvados tras centenarias disputas entre chiitas y sunitas, la debilidad estructural que vuelve imposible configurar un Estado democrático y la virulencia con la que el extremismo del Estado Islámico (EI) se expandió.
La reciente decisión de regresar a suelo iraquí para frenar al EI no deja de representar una paradoja. Cuando le preguntaron sobre si el bombardeo al EI iba a fortalecer al régimen sirio en su propio conflicto con los radicales islámicos, Barack Obama confesó: “reconozco las contradicciones”. Esa es quizás la tónica de la Tercera Guerra: es la suma de las contradicciones que van acumulándose gracias a los capítulos que se reescriben periódicamente. Las “verdades” y las “causas justas” dejan de serlo por unas dinámicas llenas de matices, deviniendo en una telaraña que finalmente atrapa a todos.
Esta noción incluso viene de antes. Una de las secuelas que la Primera Guerra dejó en Europa fue un creciente descreimiento en el Estado y en los valores democráticos. Así fue como el fascismo ganó espacios y se convirtió en la fuerza dominante en Italia desde la década de 1920. Mussolini levantó el mausoleo con los cien mil muertos de Fogliano Redipuglia, pero no con el afán papal de denunciar el sinsentido guerrerista, sino como una advocación para atizar los afanes expansionistas y totalitarios del Duce. El mismo símbolo que cobija a los muertos que genera la guerra puede albergar dos lecturas tan ajenas en su esencia pero tan conectadas por las complejidades de una historia llena de caminos bifurcados.
La historia que empezó con el 11-S ha dado la vuelta al mundo en esa reacción en cadena que ha sido la búsqueda de hacer justicia con la mano propia, que unos y otros han argumentado como objetivo final.
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