Dentro de nueve días, si todo ocurre como parece que va a suceder, la Administración Obama y el Partido Demócrata recibirán una paliza electoral que permitirá a los republicanos capturar nada menos que el Senado, ampliar su mayoría en la Cámara de Representantes y preparar el terreno para el asalto a la Casa Blanca en 2016.
Un mundo muy lejano a aquel de noviembre de 2008, cuando Obama encendió la imaginación de su país y del mundo con un triunfo histórico.
Están en juego todos los escaños de la Cámara Baja y 35 -más de un tercio- de los asientos del Senado, así como 39 gobernaciones.
Los republicanos ya controlan la Cámara de Representantes -donde los demócratas tendrían que sumar un total de 19 escaños a su lista actual para hacerse fuertes- y los demócratas mandan en el Senado, donde la oposición republicana necesita arrebatar seis escaños al oficialismo para dar un vuelco a las cosas. De los 35 asientos que están en disputa en el Senado, 21 son del gobierno y 14 de la oposición, y todo indica que buena parte de la pelea se concentra en los escaños de Carolina del Norte, Colorado, Iowa, Alaska y Louisiana, que están bajo mando demócrata. De los escaños republicanos en juego, el que peligra es el de Kansas.
Los sondeos han permitido a los vaticinadores estadísticos colocar las probabilidades de una captura republicana del Senado en niveles que van del 60 por ciento al 95 por ciento. FiveThirtyEight, el blog de Nate Silver que se sigue en Estados Unidos como la biblia en temporada electoral, ya cifra en 66 por ciento las probabilidades de que la oposición arrebate la Cámara Alta a los de Obama. También varias gobernaciones demócratas podrían pasar a manos del Partido Republicano (hay un total de 39 en disputa, de las cuales 15 son del partido del gobierno).
La magnitud de lo que parece estar en ciernes no es exagerable: de un lado, el partido de Lincoln podría ampliar su mayoría en la Cámara de Representantes, convirtiéndola en la mayor desde la Segunda Guerra Mundial; del otro, si obtiene el Senado, podría lograr algo que sólo ha tenido lugar en 10 de los últimos 60 años: mandar en todo el Congreso en su conjunto.
Un factor especialmente interesante en el escenario que se proyecta tiene que ver con los 11 estados confederados del histórico Sur. Fueron un bastión de los demócratas desde la guerra civil hasta los años 60, cuando la decisión de Lyndon Johnson de firmar las leyes de derechos civiles en beneficio de la población negra produjo una reacción hostil de la población blanca y conservadora, que ha dado a los republicanos un predominio amplio desde entonces. Allí, los republicanos podrían obtener su mayor representación desde que existe ese partido. Actualmente, los republicanos tienen 16 de los 22 escaños senatoriales del viejo Sur confederado, pero todo apunta a que podrían salir de los comicios del 4 de noviembre con 19 o 20, reduciendo a los demócratas a una representación simbólica.
¿Por qué es esto significativo? Porque, además de confirmar que se ha ampliado la grieta cultural entre el Sur y otras partes del país, rompería el esquema que los demócratas habían planificado desde la victoria de Barack Obama, que consiguió muchos votos en algunos estados sureños y amenazó con recomponer el mapa gracias a las minorías que siguen creciendo, a los jóvenes y a los sectores medios con cierto nivel educativo. Es cierto que en algunos estados del Sur, como Virginia, Carolina del Norte y Georgia, estos tres factores parecen estar debilitando cada vez más las lealtades del electorado con el Partido Republicano y los conservadores, pero en los dos últimos no hay garantía alguna de que ganen los demócratas en estos comicios y, en cualquier caso, el resto del Sur irá en la otra dirección.
Las tendencias valóricas relacionadas con las dos grandes costas, la del Este y el Oeste, con las que Obama ha mostrado creciente sintonía, han provocado una cerrazón defensiva en amplios sectores del país profundo, donde el conservadurismo cultural ha renacido por oposición a Washington y la mentalidad de las costas. El matrimonio gay y el aborto, dos asuntos muy polarizantes, han volcado a los sectores conservadores hacia lo que ellos llaman “el matrimonio santificado por Dios” y “la vida” con renovada pasión. El temor -agitado por el Tea Party- al “socialismo” de Obama (léase a la europeización del modelo socioeconómico estadounidense) ha reforzado esta reacción, que tiene en el Sur su centro neurálgico, pero alcanza también al Medio Oeste, donde desde hace unos años demócratas y republicanos libran una batalla cultural reñida.
En dos ocasiones, en días recientes ha llegado a decir que los candidatos demócratas son los candidatos de su programa político. “No se equivoquen”, ha afirmado en referencia a su agenda programática, “yo no estoy en la boleta de votación, pero estas políticas sí que lo están”.
Mientras tanto, los candidatos demócratas a la reelección en el Senado (o a ser electos para desbancar a la oposición) ya no esconden su fastidio. Alison Lundergan Grimes, que compite con el líder de la minoría republicana en el Senado, Mitch McConnell, se ha negado durante semanas a decir siquiera si votó por Obama en las presidenciales. Sólo un candidato demócrata, Gary Peters, de Michigan, ha aceptado aparecer en público con el presidente. La mayoría de ellos han dejado de apoyar las reformas emblemáticas del presidente, como la de la Sanidad, diciendo que propondrán “ajustes” o “correcciones”. Esto ha obligado a Obama a hacer campaña sólo en estados “azules”, como se conoce a los estados bajo control demócrata, donde no hay peligro de derrota alguno.
El voto negro podría ser esta vez muy inferior al que fue en las dos elecciones presidenciales -se calcula que podría caer a la mitad- y el voto hispano podría registrar una disminución muy pronunciada. Los votantes jóvenes y los profesionales liberales -en el sentido estadounidense de la palabra “liberal”, muy distinto del latinoamericano y europeo- tampoco muestran el entusiasmo por acudir a las urnas de años anteriores.
En el caso del voto afroamericano, el hecho de que Obama no esté en la boleta y el desproporcionado impacto que sufre esa comunidad en relación con la alicaída economía son hechos que invitan a la abstención. En el de los hispanos, la ausencia de una reforma migratoria que Obama tanto prometió y que ellos tanto esperaban es un motivo importante para quedarse en casa, pero quizá otro problema todavía mayor sea el hecho de que el voto latino tiene un peso menor en los estados donde realmente se juega el control del Senado. Un 10,7 por ciento del electorado apto para sufragar es hispano en Estados Unidos en general, pero los latinos representan sólo 2,9 por ciento en Arkansas, 4 por ciento en Georgia, 3,5 por ciento en Carolina del Norte, 4,8 por ciento en Alaska, etc.
De los estados donde las elecciones serán reñidas, sólo en Colorado suman un porcentaje mayor que el promedio nacional (14 por ciento). En el caso de las elecciones para la Cámara de Representantes, los hispanos sólo representan un porcentaje mayor al promedio nacional en la cuarta parte de las circunscripciones electorales. La realidad es que los hispanos no son determinantes en comicios legislativos.
Las razones del vuelco republicano no son un misterio: Obama tiene una aprobación de entre 40 y 44 por ciento, lo que en el sistema bipartidista de Estados Unidos se considera grave; en todas las encuestas, el público dice que confía más en los republicanos que en los demócratas para el manejo de la economía, una confianza que le costó mucho a la oposición ganarse, porque durante años se pensaba que el recorte de impuestos y la desregulación, que son parte de la agenda conservadora, agravarían la secuela de la crisis de 2008; por primera vez en muchos años, los votantes dicen preferir al Partido Republicano como tal (lo que en Estados Unidos se conoce como voto genérico);la corrida de Obama desde el centro hacia la izquierda en materia de valores morales no ha ganado votos para su partido, a pesar de que parece calzar con la tendencia general de la sociedad, probablemente porque a esos votantes ya los tenía en cualquier caso; y, finalmente, la reforma sanitaria, que los demócratas veían como su gran magneto electoral cuando la aprobaron, es todavía impopular, a pesar de la ampliación de la cobertura por sus altos costos y su efecto en empresas medianas.
Por lo demás, el efecto en la campaña presidencial puede ser perjudicial para la probable candidata Hillary Clinton, que ha tomado distancia de Obama en las últimas semanas precisamente porque percibe el declive del mandatario.
Para los republicanos, el escenario es ideal. No sólo para afrontar la campaña sino, sobre todo, porque en caso de ganar las presidenciales en 2016 y recapturar la Casa Blanca, tendrán asegurada una mayoría que les permitirá gobernar sin cortapisas parlamentarias (aunque habrá también comicios legislativos en 2016, no es concebible que el partido que domina ambas Cámaras gane las presidenciales y al mismo tiempo pierda las legislativas).Dicho esto, la capacidad del Partido Republicano -dividido como está y con una dualidad ideológica no resuelta- para dispararse a los pies es legendaria. Además, todavía no asoma, a diferencia del Partido Demócrata, una figura presidenciable clara y con ventaja insuperable sobre los demás.
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