AVISADO y tocado por los electores, resulta comprensible que el presidente norteamericano quiera responder con un gesto político a las severas críticas recibidas en los recientes comicios de mitad de mandato. Pero es preocupante que haya escogido para tal fin la dimisión –forzada– del secretario de Defensa, Chuck Hagel, un cese que pone de manifiesto su falta de ideas claras en el asunto más grave al que deberán hacer frente Estados Unidos y sus aliados en los próximos tiempos: la amenaza que representa el mal llamado Estado Islámico.
Barack Obama había llegado a la Casa Blanca dispuesto a cambiar la percepción de la política exterior y de seguridad norteamericana, agotada por la presión de dos guerras simultáneas en Irak y Afganistán. Hagel fue un nombramiento decididamente político, que tenía encomendada la ingrata tarea de impulsar la retirada de la OTAN de Afganistán, a pesar de la evidencia de que los afganos no estaban listos para resistir por su cuenta la ofensiva de los talibanes. La feroz irrupción del EI –una amenaza de grandes dimensiones para el mundo libre y que requiere un enfoque adecuado a su potencial terrorista– confirma ahora que las buenas intenciones de Obama no eran suficientes. El nuevo secretario de Defensa tendrá ante sí una misión extremadamente compleja, que necesitará de todo el apoyo –también por parte de los aliados– para detener la personificación del mal absoluto que constituyen los fanáticos del EI. Las vacilaciones de Hagel han terminado por pasarle factura, pero es Barack Obama quien, con las mismas vacilaciones, mueve los hilos de una guerra que exige decisiones más contundentes. No cabe dudar ante un enemigo cuyas intenciones son tan explícitas como los abominables crímenes que cometen sus seguidores.
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