Después de los espeluznantes atentados del 11 de septiembre del 2001, que cobraron la vida de miles de inocentes en Washington y Nueva York y dejaron imágenes de pesadilla para la historia de la humanidad, el gobierno norteamericano de ese entonces –presidido por el republicano George W. Bush y dirigido por el vicepresidente Dick Cheney– emprendió una cruzada “por la libertad”, que trajo al mundo todavía más horror, todavía más sangre.
Menos de dos años después, el 20 de marzo del 2003, una fuerza liderada por los norteamericanos invadió a Irak y le abrió paso a una guerra de nueve años que, de acuerdo con los diferentes conteos, dejó cerca de 130.000 muertos y 120.000 heridos. Como probaron las investigaciones de los desmanes en la prisión de Abu Ghraib, la tortura se convirtió en recurrente instrumento para infundir terror a los supuestos terroristas. Diez años más tarde, el gobierno sucesor, comandado por el demócrata Barack Obama, ha recibido del Senado un escalofriante reporte de 528 páginas sobre el uso de la tortura por miembros del Ejecutivo estadounidense como reacción a los hechos de aquel 11 de septiembre.
Las veinte conclusiones del informe son devastadoras; entre estas, que las técnicas de interrogación de la CIA –la Agencia Central de Inteligencia, creada en 1947– no fueron ni humanas ni efectivas; que la agencia mintió cuando justificó sus métodos bárbaros “por su efectividad”; que los interrogatorios y los tratos en confinamiento a los supuestos terroristas fueron mucho más brutales de lo que se le reconoció a la opinión; que la CIA manipuló los medios de comunicación e impidió al Departamento de Justicia, al Congreso y a la Casa Blanca la supervisión de su programa; que puso en riesgo el lugar de los Estados Unidos en el mundo.
Por supuesto, ha sido una semana llena de reacciones en ese país. Los republicanos denunciaron el reporte como una venganza partidista de los demócratas. El exvicepresidente Dick Cheney repitió en los medios que el reporte del Senado “está lleno de basura” e insistió en que “la CIA hizo un excelente trabajo que tendríamos que agradecer”. El presidente Obama encabezó una serie de declaraciones semejantes con la sentencia “la tortura es contraria a lo que somos”. Y quedó en el aire la sensación de que es hora de recordar que una democracia no solo requiere una moral que no caiga en el peligroso moralismo que justifica remedios peores que sus enfermedades, sino que necesita una ciudadanía crítica, capaz de reconocer los errores de su nación.
Es cierto que, como dijeron varios senadores, “Estados Unidos es mejor que esto”. Pero, ante un informe tan detallado de los desmanes de sus agentes, no queda más que demostrar que la tortura –esto es, la deshumanización, el horror– no se ha enquistado en la política de seguridad de la nación. Ayer, el senador Carl Levin presentó un nuevo informe que insiste en que “las conexiones entre Sadam, el 9/11 y Al Qaeda fueron por supuesto una ficción”, diseñada por la administración Bush, y el diario inglés The Guardian hizo el retrato de un prisionero que sigue siendo humillado día por día en la cárcel de Guantánamo. Resulta indispensable, pues, que el espíritu crítico de los norteamericanos siga saliendo a flote luego de tantos años de guerras.
Quizás sea una buena señal que no se esté usando más el eufemismo “interrogatorios optimizados”, sino que se hable de frente, en los medios y el Gobierno, de tortura.
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