El martes pasado, justo en la víspera del Día Mundial de los Derechos Humanos, se conoció en Estados Unidos un informe del Senado sobre los métodos de interrogatorio de la CIA tras los atentados de noviembre de 2001
Las conclusiones sobre la forma en que se utilizó la tortura de manera permitida y sistemática sobre prisioneros acusados de pertenecer a Al Qaeda son escandalosas: se torturó con brutalidad, ineficacia y al margen de la ley. Sin embargo, nada indica que habrá sanciones a los responsables de los desmanes.
Las conclusiones del Informe son una radiografía de la guerra sucia que se coordinó desde las más altas instancias del poder en Washington, con carta blanca a la Agencia Central de Inteligencia, CIA, bajo la premisa de encontrar a los responsables y prevenir nuevos ataques. A la agencia se le acusa de haber ocultado información a altos funcionarios, incluido Bush, y al Congreso sobre cómo se llevaban a cabo mediante “Técnicas de Interrogatorio Reforzadas”, aplicadas a unos 39 prisioneros, que justificaron con los supuestos resultados obtenidos. Las mismas incluyeron el “waterboarding” o ahogamiento simulado, la privación del sueño, la violencia sexual, las amenazas de ejecución a los presos o a sus familias y otras sutilezas, para doblegarlos. También se menciona que en ciertos momentos funcionarios de la CIA pidieron que se suspendieran los interrogatorios, pero los altos mandos ordenaron continuar con ellos. Ahora se entiende por qué hubo un tira y afloje de dos años entre los promotores Demócratas y los opositores Republicanos para su publicación.
El espinoso tema deja muy mal parado al gobierno de George W. Bush, el cual, aupado por la derecha extrema, explotó con gran habilidad el miedo que se apoderó de la nación con la aprobación de leyes restrictivas de las libertades individuales, tan preciadas en el país del norte. La mayoría de la opinión pública y los medios de comunicación, con la honrosa excepción de algunos intelectuales y ciertas ONG, cerraron filas en torno de Bush. Cuando se dieron cuenta de las mentiras fabricadas desde el Gobierno, el daño ya estaba hecho. De ahí la importancia de este informe, que no fue el único. El mismo día se conoció uno de la minoría Republicana, justificándose en el momento histórico que se vivió y la exigencia de impedir otros atentados. El segundo vino de la propia CIA. De hecho, su exdirector, Michael Hayden, salió a los medios y negó haber engañado a alguien. Dijo incluso que el propio presidente George W. Bush autorizó personalmente dicha práctica contra un alto líder de Al Qaeda. En la agencia dicen, además, que el Departamento de Justicia dio luz verde para la aplicación de estas prácticas.
El presidente Barack Obama habló, sin eufemismos, de torturas. También dijo que “ninguna nación es perfecta” pero que confía en la “voluntad de afrontar abiertamente nuestro pasado, encarar nuestras imperfecciones, hacer cambios y mejorar”. Loable propuesta que no debería quedar tan sólo en dar a conocer estos hechos, sino además en establecer responsables y llevarlos ante la justicia. Sin embargo, el exvicepresidente Dick Cheney, reconocido halcón de la era Bush, dijo sin ningún empacho que no se siente traicionado por nadie en la CIA, y que las personas involucradas “merecen muchos elogios (…) deberían ser condecorados, no criticados”. Vea pues.
La autoridad moral de Estados Unidos en este tema queda seriamente cuestionada. En adelante será una curiosa paradoja el exigir altos estándares en defensa de los Derechos Humanos en el mundo, cuando en la propia casa no se aplica lo que tanto se predica. Lo cierto es que ante la andanada republicana en contra del informe, y el control que a partir de enero tendrán de las dos cámaras del Congreso, todo parece augurar que la impunidad será absoluta. ¿Y si a futuro se llegara a vivir una situación similar a la de 2001, qué sucedería entonces? Es una respuesta que infortunadamente queda en veremos.
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