La difusión de los apremios ilegales infligidos por la CIA genera rechazo, pero al mismo tiempo es encomiable que se optara por hacerlo public
La publicación del Informe del Comité de Inteligencia del Senado de los Estados Unidos sobre la conducta de la Agencia Central de Inteligencia (CIA) de su país luego de los cruentos atentados terroristas perpetrados contra las Torres Gemelas, en Nueva York, seguramente sorprendió a muchos por su lamentable contenido y genera, por lo menos, dos tipos de reacciones.
Primero, una de real y muy profunda desazón, al comprobarse que la CIA torturó a un buen número de prisioneros extranjeros que estaban en su poder como sospechosos de haber tenido alguna relación con el mencionado atentado terrorista. Y que, además, le mintió descaradamente tanto al Poder Ejecutivo como al Congreso de su propio país cuando tuvo que informar respecto de sus actividades. Ambas conductas son absolutamente inaceptables y deben tenerse por gravísimas.
La segunda reacción es de un sincero reconocimiento ante el enorme coraje cívico que supone hacer públicos hechos abominables de la magnitud de los apuntados para reconocer los profundos errores y excesos, corregir políticas y conductas, y dar transparencia a hechos sumamente dolorosos y de una inmensa crueldad, que jamás debieron haber ocurrido. Y, por encima de todo, poder desterrar prácticas de una vergonzosa brutalidad que deben tenerse como claramente inhumanas.
También en esto es aplicable aquello de que, frente a estas conductas imperdonables, la luz del sol es el mejor desinfectante. Así, se supo también que en cárceles emplazadas en el exterior, pero operadas por la Agencia Central de Inteligencia norteamericana -por ejemplo, en Polonia, Rumania y Lituania-, también ocurrieron los llamados “interrogatorios hostiles”, eufemismo que no disimula- ni justifica- una sucesión de hechos de tortura verdaderamente macabros.
Por ello, es bien correcto el duro comentario sobre lo sucedido que expresó la senadora californiana Diana Feistein, quien presidió el comité responsable del informe, cuando sentenció que éste pone al descubierto prácticas inaceptables que conforman una verdadera “mancha en nuestros valores y en nuestra historia”. Porque es efectivamente así.
Tanto la Declaración Universal de Derechos Humanos, como el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos proclaman que nadie puede ser sometido a tortura, ni a tratos o penas crueles, inhumanos o degradantes, ni siquiera con el propósito de obtener información sobre posibles actos de terrorismo.
Por esa razón, es obligación de todos los Estados impedir los actos de tortura en su propio territorio y en todo territorio que esté bajo su jurisdicción, sin que puedan invocarse situaciones excepcionales o emergencias para tratar de justificar lo injustificable.
Más allá de las emociones, debe investigarse y, en su caso, castigarse a los responsables de lo sucedido con penas adecuadas a la tremenda gravedad de sus conductas. Y deben, además, tomarse los recaudos necesarios para evitar la reiteración de lo sucedido.
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