La historia no cesa en sus jugadas astutas. Pretendemos saber la historia que hacemos, pero siempre estamos haciendo otra historia. El centro de gravedad de la política exterior de Obama iba a desplazarse hacia Asia según los cálculos oficiales, donde China desafía su hegemonía de forma cada vez más explícita. Quedó inesperadamente retenido en Oriente Medio, por la guerra siria y el desafío del Estado Islámico, y en la torturada relación con Rusia, por la anexión de Crimea. Y cuando nadie ya lo esperaba, y por obra exclusiva de la diplomacia, surge de nuevo ese centro de gravedad, pivote móvil de su política exterior, a las puertas de su casa, en las Américas todavía lastradas por el vestigio de la guerra fría que es el régimen castrista.
Lo dijo Obama en su discurso y en español: “Todos somos americanos”. Stephen Harper, el primer ministro canadiense que acogió los encuentros; Jorge Bergoglio, el papa argentino que les dio el impulso y la cobertura de su credibilidad; Raúl Castro, dictador y hermano de dictador, que se atreve a abrir esas puertas tan convenientemente selladas sobre la ruina de su socialismo tropical; y Barack Obama, el primer afroamericano que accede a la Casa Blanca y el presidente de sensibilidad más global y menos europea de todos los presidentes.
Todos estos americanos han hecho una negociación perfecta. Sin filtraciones ni presiones a través de los medios. También sin europeos, agentes obligados en tantas negociaciones. Lo más europeo es el Vaticano, regido ahora por un argentino. Sus únicos y relevantes comentarios han sido para ensalzar el papel de la diplomacia, con sus pequeños pasos y su discreción, de los que se pueden desprender al menos una lección política: promover el cambio de régimen con sanciones y amenazas no suele producir buenos resultados.
El acuerdo ha pillado por sorpresa a las opiniones públicas. Pero no a observadores muy atentos, como Richard Feinberg, de la Brookings Institution, que escribió en septiembre un revelador artículo titulado Cuba y la Cumbre de las Américas. En su arranque lo dice todo: “En los próximos meses, Estados Unidos va a enfrentarse a un difícil dilema: o cambiar su política hacia Cuba o enfrentarse al colapso virtual de su diplomacia hacia América Latina”.
La VII Cumbre de las Américas, que se celebrará en Panamá en abril, iba a naufragar sin la asistencia de Cuba, exigida por todos los países frente al veto de Washington. Ahora en cambio fijará la fotografía de la unidad americana, una imagen de enorme potencial para el futuro del continente. Obama ha convertido el obstáculo en una oportunidad que va a marcar su presidencia. Nada hay más difícil que rectificar una política equivocada durante muchos años y que ha sido fruto de largos y pesados consensos. Cuando se hace, suele producir resultados inmediatos y espectaculares.
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