El final de 2014 nos encuentra debatiendo el final de una y el principio de otra manera de hacer la guerra. La decisión de Barack Obama de retomar las relaciones diplomáticas con Cuba después de medio siglo de fallida política de aislamiento anuncia el principio del fin de los últimos remanentes de la Guerra Fría. Aunque se queje una parte del Partido Republicano y la vieja guardia de la pequeña Habana de Miami, el engranaje de la historia ha comenzado a girar. No será fácil (por el contrario: será complicadísimo) pero el deshielo ha llegado a Cuba y, con ello, se cierra el capítulo de la confrontación bipolar que marcó el siglo pasado.
Curiosamente, casi en paralelo, hemos descubierto el rostro futuro de la guerra: el ciberterrorismo. En 2012, el experto en seguridad Richard Clarke publicó un libro de lectura indispensable. En Cyber War, Clarke explica cómo la siguiente generación de amenazas terroristas provendría menos de bombas y armas y mucho más de bytes y código. En lo que hoy se lee como un diagnóstico de verdad premonitorio, Clarke decía que “la guerra cibernética ya ha comenzado. Muchos países ya están ‘preparando el campo de batalla’. Están ‘hackeando’ las redes y la infraestructura de otras naciones, plantando bombas y trampas”, suficientes como para “devastar a una nación moderna”. O una corporación trasnacional, como ha ocurrido en estos días con Sony Pictures.
La “ciberguerra” o ciberterrorismo es particularmente peligrosa por varias razones. La primera de ellas —y quizá la más importante— es la facilidad con la que se lleva a cabo. Basta comparar la planeación y recursos que le tomó el 11 de septiembre a Al Qaeda y compararlo con el episodio de los últimos días, en los que hackers norcoreanos esencialmente vetaron una película estadounidense (sobre el hipotético asesinato de Kim Jong Un a manos de un par de bobalicones) mediante un ataque feroz contra Sony, la corporación responsable de la cinta, y una serie de amenazas contra los potenciales exhibidores de la película. De acuerdo con algunos reportes, la intrusión masiva en los sistemas de Sony se llevó a cabo no desde un costoso centro de operaciones, sino desde un hotel en Shenyang, en el noreste chino. Es ahí donde el régimen norcoreano hospeda a un equipo de hackers entrenados especialmente para ejercer el ciberterrorismo. Son, en todo sentidos, un ejército para el siglo XXI. Y desde sus habitaciones con banda ancha pueden violentar las libertades básicas de países soberanos.
La decisión de Sony —y de los exhibidores— sigue una lógica de negocio irrebatible: si las amenazas de los hackers norcoreanos resultaban ciertas, bastaría un ataque en cualquier pequeña sala de cine en el medio de la nada en Estados Unidos para desatar una cadena de demandas de consecuencias gravísimas. Para Sony, retirar la cinta de su fecha navideña de exhibición representará 70 millones de dólares en pérdidas, pero incluso esa cifra palidece frente a lo que la empresa y los exhibidores enfrentarían en caso de un ataque.
Aun así, la decisión de retirar del mercado la cinta tiene implicaciones geopolíticas ineludibles. El propósito central del terrorismo (el que se ejerce por internet o el que requiere de explosivos) es el mismo: modificar la cotidianidad de la sociedad a la que se agrede al punto de sumirla en un estado perpetuo de paranoia. Hundirla, pues, en la tensión de la guerra. Lo que ha ocurrido con la cinta de Sony es a todas luces un acto de censura transfronteriza. Y sienta un precedente lamentable. Antes de salir de vacaciones, Barack Obama criticó la decisión de Sony Pictures y de las salas de cine, sugiriendo incluso que le hubiera gustado involucrarse directamente en las discusiones que llevaron a la cancelación de la película. Obama defendió la libertad de expresión antes de advertir la gravedad del precedente: “¿Qué ocurre si alguien viola el ciberespacio de CNN?”, se preguntó Obama: “¿Vamos a decir de pronto, mejor no reportamos sobre Corea del Norte?” Es una pregunta válida y valiosa. Por desgracia, en el despertar de la era del ciberterrorismo, ni Obama ni Estados Unidos tienen una respuesta. Esta será, después de todo, una guerra menos de músculo que de intelecto. Y apenas comienza.
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