Sorprende que en el país que hizo de la movilidad social y la persona “self-made” sus señas distintivas -y se sublevó contra Jorge III para repudiar el orden dinástico europeo antes de la Revolución francesa- las dinastías Clinton y Bush sigan vivas. Contradicción engañosa: hubo siempre, en la política lo mismo que en el capitalismo estadounidense, nostalgia de privilegio a la europea.
El anuncio temprano de Jeb, ex gobernador de Florida, de que está en carrera en parte se debe a Hillary. La perspectiva de tener enfrente a la dinastía Clinton blindaría a Bush contra la percepción aristocrática. Hillary teme lo contrario: tener de rival a la dinastía Bush le resta cierta justificación a la dinastía Clinton, cuya razón de ser es representar un cierto orden institucional contra el experimento Obama y el infantil guirigay republicano.
Los Bush y los Clinton tienen descendencia políticamente inquieta, de modo que no es difícil imaginar que la disputa pueda prolongarse más allá de Hillary y Jeb. Pero por ahora importan ellos. Comparten un sentido de sacrificio: sabiéndose mejores, tuvieron que aceptar un papel secundario. Ella, en favor de su marido, menos preparado pero dotado de ese sexto sentido político del que ella carecía. Él, en favor de un hermano que intelectual y políticamente era inferior, pero fue aupado por la maquinaria tejana en el momento preciso, confirmando que la oportunidad prevalece sobre el mérito.
En cuanto a las credenciales, Jeb supera a Hillary en gestión: fue un buen gobernador y se atrevió a hacer reformas políticamente combustibles, como la educativa, incluyendo el “voucher” escolar. La gestión de ella como jefa de la diplomacia y, antes, su actividad como senadora y primera dama, fueron menos sustanciosas que la de Jeb, pero hicieron de ella un icono femenino.
¿Cuál es el peor enemigo de cada cual? En el caso de ella, lo es Obama incluso más que el efecto polarizante de los Clinton. El de Bush es el caos republicano antes que el recuerdo de su hermano y su padre, o el fruncir de ceños que produce en un país mesocrático el sentido dinástico de la vida.
El que Obama sea impopular no es lo peor: quizá lo sea, desde el punto de vista estrictamente del cálculo electoral, el hecho de que el Presidente haya decidido acabar su mandato desafiando el síndrome del “pato cojo” y tomando decisiones polémicas -el acuerdo climático con China, el decreto migratorio, el deshielo con Cuba, la intervención aérea en Irak- que disminuyen un poco la figura totémica de Hillary porque reducen el efecto “contraste” del que ella se beneficiaba.
En el caso de Jeb, el problema es que hay varios partidos republicanos (como acaba de mostrarlo el hecho de que el Presidente de la Cámara de Representantes haya sufrido tanto para ser reelecto). No es difícil imaginar al Tea Party maltratando a Bush por su defensa de la inmigración (y por su esposa mexicana) hasta los límites del fratricidio. Fascinante por donde se lo mire, y de imposible pronóstico.
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