Come Home or Go Home

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Un escenario de alto impacto dentro de los nuevos pasos que se han dado para la normalización de las relaciones bilaterales entre Estados Unidos y Cuba tiene que ver con el turismo.

Las recientes medidas adoptadas por el presidente Obama para facilitar los viajes de sus conciudadanos sin previa autorización oficial en asuntos específicos, como actividades laborales, educativas, deportivas, religiosas y culturales o visitas a familiares, prevén un aumento creciente de viajeros hacia la isla caribeña, que podría rebosarse ante la eventual eliminación por parte del Congreso estadounidense del embargo comercial impuesto desde 1960.

El turismo se consolida en Cuba como industria estratégica en su desarrollo económico y le genera ingresos brutos superiores a los US$2 mil millones. Hoy en día, con limitada oferta de alojamiento, experimenta un incremento positivo como destino de viajes, circunstancia que en 2014 le permitió coronar la cifra récord de visitantes extranjeros, al sobrepasar la meta de tres millones.

La tajada principal de la torta turística la conforman viajeros canadienses; europeos, encabezados por Reino Unido, España y Alemania, y algunos latinoamericanos como Venezuela y Argentina. La presencia gringa es escasa pero relevante dado el contexto de las relaciones. El año pasado alcanzó algo más de 100 mil turistas, de los 700 mil que partieron de Estados Unidos hacia la isla.

El turismo entre los dos países, interrumpido desde la imposición del embargo, se retomó en 2011, cuando Obama inició la distensión con el programa de “Pueblo en Pueblo” -estrictamente regulado-, cuyo logro fue impulsar las primeras oleadas de turistas dentro de una exclusiva programación de viajes educativos, culturales e históricos. La prohibición de disfrutar de actividades de ocio, como es el caso de la propuesta de sol y playa, se mantuvo inalterable en las recientes medidas.

Sin embargo, una eventual terminación de las restricciones impulsaría un auge turístico de alto vuelo desde Estados Unidos, cuyas cifras a corto plazo se proyectan en 2 millones de viajeros. Es ahí donde pesa la principal limitación que enfrenta la hotelería de Cuba, basada en la reducida cantidad y calidad de su infraestructura, no obstante los claros avances logrados por el sector en estos últimos años.

Una masiva llegada de visitantes del norte amenazaría con colapsar la oferta local si se tiene en cuenta que sus principales polos, como Varadero y Cayo Coco, agotaron la propuesta habitacional, y la expansión tendría que darse en zonas de escaso desarrollo turístico, en donde es poco probable alcanzar resultados en el mediano plazo ante las dificultades económicas del Estado. El flujo estadounidense vendría a competir, en consecuencia, con los mercados tradicionales, que son los que la han nutrido y blindado en sus tiempos de crisis, y una posible secuela sería el incremento en los precios del producto turístico interno, afectando claramente a los visitantes de bajos y medianos ingresos, provenientes en buena parte de las naciones latinoamericanas.

La flexibilización de las normas sobre el turismo es una apuesta de mucho calibre tanto para los Estados Unidos como para Cuba, que ya vivió, hasta la llegada de Fidel, en 1959, una inusitada y desbordada invasión de turistas estadounidenses, que en aquel entonces le marcaron a la principal isla antillana el desapacible cliché como el más fogoso paraíso de casinos y burdeles del mundo. La revolución queda ahora con el dilema de decidir si se les grita a los gringos, “vengan a casa” o “regresen a casa” (yankees, “come home” or “go home”).

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