Sex, Wars and the CIA

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Sexo, guerras y la CIA

David Petraeus, el militar al que se comparó con los mayores generales de la historia de EE UU, acordaba el martes declararse culpable de cargos menores en el caso abierto por filtrar información a Paula Broadwell, su biógrafa y con la que tuvo una relación

• Quién es quién en el escándalo Petraeus

Yolanda Monge Washington 7 MAR 2015 – 00:23 CET

Era material presidencial. El militar excepcional, el general de cuatro estrellas que consiguió darle la vuelta a la guerra de Irak en su última etapa y lograr que EE UU saliera con cierta dignidad —ya que no victorioso— de un error geoestratégico de proporciones históricas. David Petraeus, superviviente de un cáncer de próstata, pasó a la vida civil para aceptar la dirección de la CIA, donde un año y dos meses después de asumir el cargo salía por la puerta trasera de la agencia en 2012, tres días después de que Barack Obama renovase mandato.

¿La razón? Está en las grandes y pequeñas novelas, en la buena y la mala literatura: lo que vulgarmente se conoce como un lío de faldas, una amante celosa, una aventura sexual fuera del matrimonio. Esta semana, David Petraeus, moviéndose bajo el radar durante los últimos dos años, habiendo pasado el primer golpe de tiempo tras el escándalo en virtual aislamiento hogareño en su casa virginiana, comenzaba el camino hacia la redención pública.

El militar al que se comparó con los mayores generales de la historia de EE UU, como George Marshall o Dwight Eisenhower, acordaba el martes declararse culpable de cargos menores en el caso abierto en su contra por filtrar información a Paula Broadwell, su biógrafa, con la que mantuvo una relación sentimental, mientras ésta documentaba las hazañas del macho alpha de pecho repleto de medallas ganadas en combates para escribir All In (Todo dentro).

Petraeus ha aplicado la misma inteligencia y sagacidad que usó para rediseñar la estrategia en Irak a su caso y ha llegado a un acuerdo con la fiscalía para evitar la cárcel y un largo proceso judicial plagado de cámaras y comentarios tóxicos en Twitter. A cambio de no enfrentarse a la posibilidad de un año de prisión, el pacto asegura al general de cuatro estrellas una multa de 40.000 dólares (36.500 euros) y dos años de libertad provisional por haber dado a Broadwell ocho libretas negras que contenían desde las identidades secretas de agentes hasta su agenda clasificada o conversaciones con el presidente Barack Obama.

Con su admisión de culpabilidad, el ave fénix inicia su resurgir. Porque no hay norteamericano que no adore una buena historia de hundimiento y resucitación. Una narración en la que el hombre pecador vuelve a casa a los brazos de una esposa paciente —hija, nieta y hermana de militares— que perdona su infidelidad y asume la humillación de haber sido físicamente comparada de forma cruel con su rival, quien no ha sucumbido ni a los kilos ni al paso del tiempo.

El triángulo amoroso David-Paula-Holly —así se llama la esposa santa— llegó a convertirse en pentágono e incluso hexágono, con la adicción de otro militar que junto con Petraeus sumaron ocho estrellas al escándalo. El general Allen, marine lleno de condecoraciones fruto de varias guerras a sus espaldas, flirteó —platónicamente, según él— con Jill Kelley, belleza sureña a lo Kardashian que a su vez coqueteaba con Petraeus, coqueteo que cegó de celos a Paula Broadwell, que decidió amenazar a Kelley a través de belicosos correos electrónicos en los que le indicaba que dejara en paz a su general.

Ante las amenazas, Kelley recurrió entonces a un amigo agente del FBI —solo amigo, aunque este le enviase fotos de su torso desnudo a través del móvil—, que puso el asunto en manos de la agencia federal y descubrió al comenzar a tirar del hilo a través del ordenador de la aspirante a Kardashian un filón de chismes sexuales, revelación de secretos altamente clasificados y encuentros del más alto nivel que acabaron con la carrera de Petraeus —y de Allen, que nunca fue nombrado jefe militar de la OTAN, aunque este adujo la enfermedad de su mujer para retirarse de escena—.

Hoy, el general Petraeus es ya más que nunca el ciudadano Petraeus, en manos de la ley seglar ante la que debe rendir cuentas y presentarse a evaluación cada cierto tiempo. Celebrado en su día como el mejor general de su generación, a pesar de haber caído en las desgracias que suelen provocar los adulterios mezclados con el poder, Petraeus no ha sido en estos más de dos años un extraño para la Casa Blanca, desde donde se le ha consultado a través del Consejo de Seguridad Nacional en varias ocasiones sobre cómo luchar contra el autodenominado Estado islámico.

Considerado un “gran hacedor”, el hombre que abre todas las puertas debido a sus conexiones, el militar que podría aspirar en un futuro no muy lejano a ser secretario de Estado o de Defensa —si el próximo presidente o presidenta lo reclama a su lado— es socio en la actualidad de una firma de Nueva York que lo mismo requiere de sus servicios en Kazajastán para recabar inversiones como que le lleva a un encuentro con el primer ministro de Japón o que con solo la mención de su nombre convence a Bill Clinton para filmar un anuncio en apoyo de los veteranos.

“Puede que haya otro acto para David Petraeus”, apuntaba Jon Lee Anderson en The New Yorker hace dos años. Con las heridas lamidas, el piadoso rezo en público en la iglesia local, la permanencia redentora en el lecho y hogar conyugal y la aceptación de su culpa ante un juez de este mundo, América parece dispuesta a perdonar a David Petraeus. Si Holly lo hizo, puede hacerlo el común contribuyente.

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