El número clave será el abrazo entre Barack Obama y Raúl Castro. Poco antes, tal vez el lunes 6 de abril, se anunciará que los Estados Unidos y Cuba elevan sus relaciones diplomáticas a la categoría de embajadas. Se trata de un fenómeno simbólico más que real. Hasta ahora, y durante cuarenta años, han sido “oficinas de intereses”. Es cuestión de cambiar los letreros y desempolvar los trajes de etiqueta.
Previo al encuentro, se divulgará una encuesta rigurosa realizada dentro de la Isla. Raúl preferiría que la ocultaran. El gobierno cubano y el sistema comunista salen muy malparados. Casi nadie los quiere. Obama, en cambio, y su esfuerzo por enterrar el hacha de la guerra, tienen el respaldo casi total de los cubanos. Las expectativas son tremendas. El pueblo desea y espera prosperidad y libertades.
Obama está decidido a “normalizar” las relaciones con la dictadura castrista. Cree que ése será su legado diplomático. Tal vez, supone, puede lograr algo positivo en Cuba tras tantos fracasos en el Oriente Medio o en Ucrania. Para lograrlo, vuelve a la tradición de mantener buenos vínculos con las tiranías, como hacía Estados Unidos con Trujillo, Somoza o Stroessner, sin renunciar al discurso de la libertad.
No obstante, ni siquiera es coherente esa expresión ambivalente de cinismo. Hace pocas fechas, Obama denunció a Venezuela como una amenaza para la seguridad norteamericana, algo que es cierto, pero, simultáneamente, trata de reconciliarse con Raúl Castro, el ventrílocuo de Nicolás Maduro y quien le elabora y suministra la papilla subversiva con que lo alimentan todas las mañanas. Es como castigar al chico travieso y premiar a la nana que lo induce al mal comportamiento.
Pero lo más grave es que Estados Unidos ha latinoamericanizado su política exterior. Improvisa, no se sabe muy bien qué pretende, y desconcierta a amigos y adversarios. Al paso que vamos, el mundo que Obama dejará en enero de 2017, cuando abandone la presidencia, será infinitamente más incierto y riesgoso que el que recibió en el 2009.
Washington, por primera vez desde el fin de la Segunda Guerra mundial, carece de un marco de referencia teórico que le permita trazar objetivos de corto, medio y largo plazo, y dictar medidas de gobierno para tratar de alcanzarlos. Da palos de ciego.
Se supone que la finalidad de la política exterior de las democracias es defender los ideales e intereses generales de la sociedad a la que se sirve, con el objetivo de lograr que prevalezca el tipo de gobierno y de organización económica libremente seleccionado por sus ciudadanos.
Ello implica identificar y mantener a raya a los enemigos, privilegiar a los amigos y juntarlos para armar la defensa común. A Estados Unidos, y a casi todo el mundo, le conviene que haya paz, que las personas sean libres, que el comercio sea intenso para que aumente la prosperidad colectiva, y que se respeten los Derechos Humanos.
¿Cuáles son los principales enemigos naturales de esos objetivos? Por supuesto, el terrorismo, la corrupción que pudre a los gobiernos, las mafias del crimen organizado, y las potencias que vulneran el orden internacional y tratan de enfrentar a los países latinoamericanos con los Estados Unidos y con Europa.
Es obvio que los regímenes de países del llamado Socialismo del Siglo XXI, más el de Argentina, que les baila el agua, son los adversarios de los ideales republicanos, del mercado, y del sistema de libertades occidentales. Es evidente que los petrodólares chavistas, aunque Caracas se haya arruinado en el esfuerzo, han servido para instalar gobernantes que luego se pasean del brazo con los iraníes protectores de Hezbolá o con los rusos que intentan convertir al Caribe nuevamente en una plataforma militar antinorteamericana.
Si América Latina fuera tuviera la capacidad de formular una política exterior coherente y en consonancia con sus valores e intereses –cosa que nunca ha hecho–, en lugar de establecer relaciones peligrosas con Irán, o de invitar a la Rusia de Putin a jugar a las provocaciones en el vecindario americano, irresponsabilidad que sólo puede traerle desgracias al Hemisferio, estaría haciendo exactamente lo contrario.
No es así. En 1948 Truman impulsó la creación de la OEA para defender a las Américas del espasmo imperial de los soviéticos. En el 2014, es un organismo capturado por el chavismo a fuerza de petrodólares, dominado por los enemigos de la democracia y de la libertad económica, en el que mandan los cómplices de las narcoguerrillas de las FARC, aliados a los islamoterroristas que viajan por el mundo con pasaportes venezolanos impresos en Cuba (173 descubiertos hasta ahora).
Estados Unidos, que era la única fuerza capaz de crear una diplomacia coherente y enrolar en ella a América Latina, a fuerza de vacilaciones ha perdido el músculo de la iniciativa. No le interesa y no sabe qué hacer. Ése es el dato más evidente que trasciende de este triste circo que se inaugura en Panamá. Hay muchos más enanos y payasos que leones.
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