El último libro de Henry Kissinger sobre el “Nuevo Orden Mundial” nos deja algunas lecciones. La participación de Estados Unidos en la política internacional nunca ha tenido los rasgos de una política exterior tradicional, sino que ha sido más bien un medio para extender su sistema de valores al resto del mundo. Su visión de sí mismos y del mundo está engranada en la noción de que sus principios son originales y superiores a los de otras naciones y que, por tanto, aquellos gobiernos que no compartan y apliquen dichos principios son considerados por ende como ilegítimos.
Esta manera de pensar se encuentra tan engranada en la psiquis de los decisores estadounidenses que tan solo ocasionalmente se presenta como la política oficial del país. Pero lo peligroso es que, a su juicio, una parte significativa del mundo vive en una especie de infierno o purgatorio moral, y que solo algún día con la ayuda de Estados Unidos podrá redimirse. Hasta tanto eso ocurra, la relación entre la gran potencia iluminada y el resto del mundo ha de tener un elemento de confrontación.
Para Thomas Jefferson, Estados Unidos era un “imperio de libertad”, una fuerza en expansión en favor de la humanidad que buscaba defender los principios del buen gobierno. Es decir, la expansión de los principios internos de Estados Unidos al resto del mundo solo podía entenderse como la realización plena de los intereses de la humanidad. De hecho, la Declaración de Independencia de Estados Unidos está fundamentada, nada más y nada menos, que en “las opiniones de la humanidad”.
Cuando Estados Unidos proclama la Doctrina Monroe en 1823 lo ve como una extensión de su propia Guerra de Independencia, con miras a “proteger” al resto del continente de las luchas de poder europeas. Claro está que ningún país latinoamericano o caribeño fue consultado. Y hasta los actos más evidentes de imperialismo podían ser considerados como la coronación de su misión por encauzar al resto del mundo.
Para el presidente Teodoro Roosvelt, la ocupación de Cuba y la anexión de Puerto Rico, Hawai, Guam y las Filipinas, a finales del siglo XIX, que establecía el poder de Estados Unidos en dos océanos, no se trataba de una empresa por la expansión territorial, sino “por el bien de la humanidad”. Sería el mismo presidente Roosevelt, el que proclamaría el llamado “Corolario Roosevelt” (corolario de la Doctrina Monroe), otorgándole a Estados Unidos el derecho a intervenir de manera preventiva en cualquier país de América Latina y el Caribe. Vale la pena citar el corolario en su integridad:
“No es cierto que Estados Unidos desee territorios o contemple proyectos con respecto a otras naciones del hemisferio occidental excepto los que sean para su bienestar. Todo lo que este país desea es ver a las naciones vecinas estables, en orden y prósperas. Toda nación cuyo pueblo se conduzca bien, puede contar con nuestra cordial amistad. Si una nación muestra que sabe cómo actuar con eficiencia y decencia razonable en asuntos sociales y políticos, si mantiene el orden y paga sus obligaciones, no necesita temer la interferencia de los Estados Unidos. Un mal crónico, o una impotencia que resulta en el deterioro general de los lazos de una sociedad civilizada, puede en América, como en otras partes, requerir finalmente la intervención de alguna nación civilizada, y en el hemisferio occidental, la adhesión de los Estados Unidos a la Doctrina Monroe puede forzar a Estados Unidos, aun sea renuentemente, al ejercicio del poder de policía internacional en casos flagrantes de tal mal crónico o impotencia”.
Tal y como ocurriera con la Doctrina Monroe, ningún país de América Latina o el Caribe fue consultado. La historia de nuestra región (América Latina y el Caribe) está llena de episodios de exaltación de la superioridad de los principios estadounidenses. Las recientes sanciones a Venezuela y la incomprensible designación de nuestro país como una “amenaza a la seguridad nacional” de la mayor potencia militar del mundo, son una manifestación más de ese autoproclamado “destino manifiesto”.
Muchos consideran que con el eventual ascenso de China a la posición de primera potencia económica a nivel mundial, la capacidad de Estados Unidos para imponer sus valores sobre el resto del mundo se verá mermada. El nuevo orden internacional, basado en un balance de poder entre ambas potencias, tendrá que traducirse en nuevas normas comunes y elementos de cooperación.
Siendo así las cosas, estas nuevas normas tenderán a distanciarse del ideal norteamericano. Pero no será la primera vez que Estados Unidos deba compartir el papel de potencia y, en el pasado, cuando no ha podido imponer sus valores al resto de la humanidad, ha encontrado consuelo en su “patio trasero”.
Leave a Reply
You must be logged in to post a comment.