Hillary

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Mike Royko publicó cerca de 7.500 columnas a lo largo de cuatro décadas en los tres periódicos de su Chicago natal: el Daily News, el Sun-Times y el Tribune. Un año antes de morir, reflexionaba sobre la más que probable reelección de Bill Clinton para un segundo mandato presidencial. Lo hacía a raíz de dos encuestas que se saltaban las preguntas tradicionales y que formulaban a los ciudadanos dos cuestiones muy particulares para que definieran sus preferencias electorales. La primera era a quién elegirían de los candidatos presidenciales para cuidar a sus hijos si salían a cenar fuera. La segunda, aún más comprometida, les preguntaba sobre cuál de ambos considerarían más fiable para elegir los ingredientes de su pizza.

Lo fundamental del asunto es que Bill Clinton salía elegido, con enorme diferencia, sobre el otro candidato, Bob Dole. Es imposible no recordar esta anécdota cuando se ha postulado para la presidencia una infatigable Hillary Clinton. Con elementos de tragedia, en algunos extremos incluso de tragedia grotesca, Hillary Clinton resistió los escándalos y los traspiés, asentada sobre una preparación profesional fuera de duda y una ambición casi olímpica, pero siempre palideció frente a la potencia carismática de su marido y más tarde de un Obama que, ayudado por los ribetes históricos de su candidatura, la sacó de la carrera presidencial.

Hillary Clinton se habrá preguntado sobre la esencia del carisma en tiempos televisivos y a estas alturas podría escribir una tesis que prolongara sus tres entregas de libros de memorias políticas, todos ellos más destinados a la autopromoción que a la autocrítica. Su campaña, que acaba de comenzar, será una poderosa muestra de cómo los mejores cerebros de la mercadotecnia política tratan de acercarla a un electorado que la quiere en el salón de casa. El ejercicio de potabilidad mediática vendrá acompañado por el baño de dinero en aportaciones, un disparate legal que el Supremo toleró al levantar las limitaciones recaudatorias en su sentencia sobre Citizens United.

Su reinvención para llegar a ser la primera presidenta de los EE UU consistirá en conquistar esos valores superficiales, pero fundamentales que el electorado apreciaba en su marido, en aquellos tiempos que el gran Mike Royko llamó la edad de la indulgencia.

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