Que Colombia parezca la democracia más antigua y madura de América Latina es, de algún modo, cierto, pues nuestra historia solo registra dos golpes militares, no simples cuartelazos: el de Melo, en el siglo XIX, y el de Rojas Pinilla, en el XX, aupados ante todo por civiles.
También es verdad que cada cuatro años hemos elegido Presidente, Congreso, asambleas, concejos y más recientemente alcaldes y gobernadores.
Casi siempre, el vencido acepta su derrota, salvo los incidentes no aclarados del 70, origen del M-19. Pero la democracia no se agota en la repetición periódica de elecciones: otros elementos la definen; por ejemplo, en la Unión Americana.
Uno es la separación real, no apenas nominal, de poderes. El Frente Nacional, concebido contra la violencia liberal-conservadora (con miles de muertos entre los pobres), dejó dos secuelas altamente nocivas para la democracia: la irresponsabilidad, y creer que oposición política se asocia a confrontación armada y que por eso más vale estar en el “partido del poder”.
Así, el transfuguismo es norma, y la gente comienza a ver la política como espectáculo circense: un maromero envidiaría “la pericia” de la gran mayoría de nuestros políticos.
No hay diferencias ideológicas, ni fronteras entre bien y mal. Todo puede ser y no ser al mismo tiempo, o con diferencia de horas.
Situación similar a esta (los gérmenes de cuanto sería el MRL) describía López Michelsen en carta de 1955 incluida en reciente libro de Diana Sofía Giraldo sobre el gran estadista. Se quejaba del estado de “marasmo” parecido al actual.
La nefasta herencia del Frente Nacional casi acabó el control político, y con él, los grandes debates. El Congreso, ávido de puestos, se tornó en apéndice del Ejecutivo de turno. Y a este, según Semana, lo amedrentan funcionarios judiciales, a punta de burocracia e intimidación, entrometidos en sus funciones.
El poder judicial también ha ido perdiendo autonomía por la pecaminosa injerencia clientelista. La independencia, irónicamente, se alega para hacerse dependiente del poder.
Claro: sin justicia oportuna, pronta y ajena a intereses menores, no hay democracia sostenible.
Es muy grave la impunidad judicial, más aún cuando por un sistema perverso es imposible deducir responsabilidad penal para altos funcionarios públicos.
Impunidades social y política también afectan el sistema: no hay reproche social por conductas desviadas, y los condenados se pavonean sin rubor por doquier. El cruce de intereses se da a todo nivel, incluso en sectores de los medios.
Pero cuanto realmente bloquea la democracia (aparte la no alternatividad en el poder, vía delfinazgos y clanes familiares) es la total ausencia de responsabilidad política. Errores de criterio, ineficiencia, carencia de gestión, indelicadezas, abusos y escándalos no dan lugar a renuncias.
Aquí se refunden responsabilidad política y responsabilidad penal. Un jefe de partido lo lleva a la derrota y sigue ahí. El monumental oso de quien encarceló a Sigifredo López (cuya millonaria indemnización pagaremos todos los colombianos) pasó de agache, sin consecuencias.
Jefes políticos que avalan a candidatos cuestionados por toda clase de delitos no son sancionados. Tampoco, los partidos. ¡Y todos tan campantes!
Desde EE. UU. nos llega una lección: la señora Leonhart, directora de la DEA, deja el cargo por los escándalos de sus agentes en Colombia con prostitutas al parecer pagadas por narcos y ‘paras’.
Personalmente, nada tuvo que ver, claro, con los bochornosos hechos. Pero como los autores dependían de ella, se fue.
¿Cuántos de nuestros funcionarios y dirigentes políticos, antiguos o jóvenes, pasarían prueba semejante?
Ante el bloqueo de la democracia, queda el camino de una revolución social desarmada.
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