Irán en el espejo de Corea del Norte
El buen juicio de Obama le hace ver el costo exorbitante que tendría la alternativa militar
El Senado de Estados Unidos logró la semana pasada lo que no se veía desde hace años: un acuerdo bipartidista. El mismo, sin embargo, no busca hacer frente a alguno de los innumerables problemas domésticos que languidecen ante la falta de concertación entre los dos partidos. Por el contrario, la ley aprobada en primera discusión por el consenso entre éstos (y que ahora pasa a la Cámara Baja), no persigue otra cosa que la de limitar la capacidad negociadora del Ejecutivo en relación al programa nuclear de Teherán. De acuerdo a la misma cualquier acuerdo al que llegue la Casa Blanca con Irán, dentro del marco de las negociaciones que este último país sostiene con los miembros permanentes del Consejo de Seguridad de la ONU (más Alemania y la Unión Europea), deberá ser revisado y aprobado por el Congreso. Dadas las posturas maximalistas que prevalecen al interior de éste, ello equivale a frustrar la materialización de cualquier acuerdo al que se pueda llegar con Irán en las negociaciones llamadas a concluir en junio de este año. Al olvidarse que toda negociación está por definición reñida con la imposición de la voluntad de una parte sobre la otra (lo cual sólo puede obtenerse por vía de una guerra victoriosa), se niega oxígeno a la diplomacia. Bien valdría la pena que el Congreso recordase lo que su país obtuvo en relación a Corea de Norte por negarle espacio a la diplomacia.
El programa nuclear de Corea del Norte estuvo a punto de llevar a la Administración Clinton a un bombardeo de sus instalaciones atómicas. Sin embargo una evaluación de costos y beneficios hizo evidente la improcedencia de esta vía, llevando a la Casa Blanca a firmar un acuerdo con el régimen de Pyongyang en 1994. En base al mismo Corea del Norte se comprometía a suspender el enriquecimiento de uranio y Washington se obligaba a proveer la instalación de dos reactores nucleares de agua ligera para generación eléctrica. Ambos se obligaban, a la vez, a la normalización de sus relaciones políticas y diplomáticas.
De lado y lado hubo incumplimientos y cuando en 2002 Estados Unidos confrontó a los norcoreanos por la continuación del enriquecimiento de uranio, éstos alegaron que Washington tampoco estaba honrando su parte del trato. Pyongyang se comprometió sin embargo a suspender tal enriquecimiento, si Estados Unidos le brindaba garantías explícitas de no atacarlos y de normalizar las relaciones. No olvidemos que al final de la Guerra de Corea ambas partes sólo rubricaron un armisticio, pero nunca firmaron un cese formal de hostilidades. Teóricamente siguen aún en guerra.
Blandiendo su prepotencia habitual la Administración Bush, entonces en el poder, prefirió recurrir a la dureza, exigiendo el cese inmediato y sin condiciones del enriquecimiento de uranio. Ello ocurría en el año mismo en que Bush había transformado a la acción preventiva en eje central de su doctrina militar y colocado a Corea del Norte dentro del llamado “Eje del Mal”. Ello, a la vez, un año después de anunciar el desarrollo de un sistema misilístico defensivo para proteger a Estados Unidos de “naciones villanas como Corea del Norte”.
Acorralar a un régimen aquejado de paranoia crónica no era, desde luego, el mayor de los incentivos. Sobre todo cuando no se disponía de capacidad para doblegarlo. En efecto, en 2003 el Pentágono presentó al Presidente la opción del bombardeo de las instalaciones nucleares pero, al igual que había ocurrido en tiempos de Clinton, ésta fue desechada por improcedente. Fue en virtud de ello que Bush aceptó una negociación a seis, en la que Pyongyang y Washington estaban incluidos. Ello distaba, no obstante, de la negociación cara a cara perseguida por Corea del Norte, desesperada por encontrar una reconciliación con Estados Unidos.
Según señalaba Clyde Prestowitz, presidente del Economic Strategy Institute de Washington: “Supongamos que en lugar de incluir a Corea del Norte en el Eje del Mal, se hubiese mantenido contacto con el Presidente de ese país y se le hubiese asegurado la entrega de los equipos generadores de electricidad prometidos. Supongamos que les hubiésemos ofrecido negociar el tratado para concluir la Guerra de Corea así como reconocimiento diplomático, supongamos que no hubiésemos hecho tanto escándalo con un sistema de defensa frente a los ataques de ‘naciones villanas como Corea del Norte’. ¿Tendríamos ahora esta crisis?” (Rogue Nation, New York, 2003). Lo cierto es que Pyongyang dispone hoy de veinte cabezas nucleares amén de capacidad misilística submarina y terrestre de larga distancia.
La racionalidad que ha evidenciado Obama frente a las negociaciones con Teherán contrasta con la intransigencia prepotente de su antecesor. Su buen juicio le hace ver el costo exorbitante que tendría la alternativa militar. Ojalá el Congreso de ese país no cierre el paso a la diplomacia.
altohar@hotmail.com
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