A study carried out and released yesterday by the Washington Post reveals that in the past five months, at least 385 people have died in the United States after being shot down by the police. This places the amount of fatal attacks by [law enforcement] agents at more than double the number of such attacks recorded by the federal government in the last decade. According to Jim Bueerman, ex-police chief and current president of the Washington, D.C.-based Police Foundation, the majority of these cases are not reported.
The report comes to light at a time when abuse by the police force in the U.S., particularly bitter against ethnic minorities (African Americans and Latinos), has been placed at the center of the national debate and has provoked violent riots in various cities throughout the country. In particular, the number issued by the newspaper in the American capital reveals the systematic character of racist violence that characterizes a good part of the police forces in the United States. In recent months and years, this violent character has led to homicides, which have remained mainly unpunished. As was summarized here on April 9, last year, there were a dozen homicides committed by policemen in various states, whose victims were seven blacks and three Mexicans. The most prominent case in the media, highlighted by subsequent violent confrontations, was the murder of Michael Brown in Ferguson, Missouri last August.
The common denominator of the cases is that the victims, at the time of their murder, were unarmed and did not pose a significant threat to their murderers. Additionally, public security corporations, if not municipal or state authorities, sought to conceal and protect the murderers. It is impossible for the rest to ignore the racist and classist pattern that has operated in all of the cases, and that corresponds to penitentiary politics that typically attack ethnic minorities in the United States.
Despite the evident human-rights crisis that the United States is experiencing, neither its president — the first African American to take office — nor its political class seem to realize the seriousness of the circumstances. Many variables converge in the structured violence that U.S. police forces show against the marginalized sectors of the nation's population. These legal, economic, social, and, of course, cultural factors must be attended to and eradicated as soon as possible. By not acting, Washington will increase the risk of multiplying or even generating outbreaks of violence that, up until now, have been limited to a few areas, in addition to fostering ungovernable scenarios. Such a perspective would extend the infamy of the nation that proclaims itself as the model and defender of human rights on the world scale.
Una investigación realizada y difundida ayer por The Washington Post revela que al menos 385 personas murieron baleadas por la policía en Estados Unidos en los pasados cinco meses, lo que coloca al número de ataques fatales de agentes en más del doble de los registrados por el gobierno federal en la reciente década. De acuerdo con Jim Bueermann, ex jefe y presidente de la Fundación de Policía de Washington, la mayor parte de estos casos no son reportados.
El informe mencionado sale a la luz pública en momentos en que el abuso de la fuerza policial en la nación vecina, particularmente enconado en contra de las minorías étnicas (afroamericanos o latinos), se ha ubicado en el centro del debate nacional y ha provocado violentos disturbios en varias ciudades de ese país. En particular, la cifra difundida por el rotativo de la capital estadunidense pone de manifiesto el carácter sistemático de la violencia racista que caracteriza a buena parte de las corporaciones policiales del país vecino y que, en meses y años recientes, ha desembocado en homicidios que, por regla general, permanecen impunes. Como se resumió en este mismo espacio el 9 de abril, sólo durante el año pasado hubo en diversos estados una decena de homicidios policiales cuyas víctimas fueron siete negros y tres mexicanos. El caso más destacado por los medios y por las secuelas de confrontaciones violentas fue el asesinato de Michael Ferguson, de Misuri, ocurrido en agosto.
El común denominador de esos casos es que las víctimas, al momento de ser ultimadas, se encontraban inermes y no representaban una amenaza relevante para sus homicidas. Y por norma las corporaciones de seguridad pública, cuando no las autoridades municipales y estatales, buscaron encubrir y proteger a los asesinos. Es imposible, por lo demás, ignorar el patrón racista y clasista que ha operado en todos los casos, que se corresponde con una política penitenciaria que suele encarnizarse con las minorías étnicas de la nación vecina.
A pesar de la evidente crisis de derechos humanos por la que atraviesa EstadosUnidos, ni su presidente –el primer afroestadunidense en el cargo– ni su clase política parecen cobrar conciencia de la gravedad de la circunstancia. En esta violencia estructural de los cuerpos policiales en contra de los sectores marginales de la población de ese país convergen variables de índole jurídica, económica, social y, desde luego, cultural, que debieran ser atendidas y erradicadas lo más pronto posible. De no actuar en ese sentido, Washington estará alimentando el riesgo de multiplicar e incluso generalizar los brotes de violencia hasta ahora circunscritos a algunas localidades, y de propiciar escenarios de ingobernabilidad. Semejante perspectiva ahondaría el descrédito del país que se autoproclama referente y defensor de los derechos humanos a escala planetaria.
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