El acuerdo hispano-estadounidense que hace de Morón de la Frontera la principal base aérea permanente estadounidense para proteger sus intereses en África (pero no sólo en este continente), cuya firma ha sido aplazada por el inoportuno accidente ciclista de John Kerry, representa un salto cualitativo en las relaciones entre ambos países desde el convenio bilateral de defensa de 1988. Morón, donde hasta ahora se desplegaban temporalmente 850 marines y hasta 14 aviones, albergará en caso de crisis —crisis instalada ya de hecho en el norte de África y Oriente Próximo— 3.500 infantes de marina y 40 aeronaves, según lo solicitado por el Pentágono y aprobado en el último Consejo de Ministros. La envergadura del cambio, que se extiende también al progresivo reforzamiento de la base naval de Rota, exige su aprobación por el Parlamento antes de su disolución.
La base sevillana va a ser sede de una fuerza rápida destinada básicamente a intervenir en un amplio arco territorial incendiado por los avances del fundamentalismo islamista, donde la estrategia de Barack Obama —o mejor su falta de estrategia— no ha producido el esperado resultado de debilitar primero y destruir después a su ejército de vanguardia, el Estado Islámico (EI), la despiadada milicia que ha proclamado el califato.
Las bombas no sirven por sí solas para liquidar enraizados conflictos sectarios avivados por poderes exteriores, y el EI y sus grupos subordinados siguen conquistando terreno en Siria e Irak pese a los aviones estadounidenses. Lo que era una región sometida al marmóreo statu quo de las dictaduras árabes ha devenido, en el marco de la pugna global suníes-chiíes y la enconada rivalidad entre Irán y Arabia Saudí, escenario de una guerra difusa, sin fronteras claras y de final impredecible. El desesperado y masivo éxodo mediterráneo es solo una de las trágicas secuelas de un caos progresivo en el que crece la nómina de Estados fallidos o en descomposición —Siria, Irak, Yemen ahora—, algunos más próximos a nuestras fronteras, como Libia, y otros amenazados en su vacilante democracia, como Túnez. El terrorismo del EI llega ya a Arabia Saudí y la expansión de sus diversas franquicias alcanza el interior de África, se trate de Malí, Kenia o Nigeria.
El caso para una mayor implicación española no puede ser más claro en este contexto. La lucha contra el fanatismo islamista es un combate inaplazable de todos y, por lo que nos va en ello, no debe conocer fronteras. El yihadismo es una amenaza decisiva para Occidente. Para Europa y España en particular resulta imperativo apuntalar su contención por todos los medios, militares incluidos, y prevenir la consolidación a sus puertas de un gigantesco santuario territorial por parte de un enemigo decidido a prolongar en el tiempo su lucha global. El terrorismo islamista no sólo ha hecho de nuestro país uno de sus blancos, sino también vivero de fanáticos dispuestos a dinamitar los fundamentos del sistema de libertades.
A pesar de su trascendencia, el acuerdo sobre Morón ha sido negociado durante meses en la más absoluta oscuridad, con un Parlamento inexistente en ese terreno. Los españoles no han tenido noticia sobre el cambio sustancial de un convenio militar con 26 años de vida en el que nuestro país se juega mucho. La vicepresidenta, Sáenz de Santamaría, ha dicho que Washington necesitará la autorización de Madrid para cada una de sus misiones unilaterales desde Morón. Si la soberanía española queda garantizada, como asegura el Gobierno y resulta exigencia inexcusable, parece el momento de conocer en detalle las contrapartidas que obtenemos de EE UU en un envite de semejante alcance.
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