El pasado 24 de enero el Tribunal Supremo de Estados Unidos admitió a trámite una demanda que cuestiona la constitucionalidad de la inyección letal como método de ejecución de la pena de muerte. Este país es la única democracia occidental que mantiene la pena capital. Es cierto que en la actualidad diecisiete estados norteamericanos la han abolido de sus legislaciones y las condenas a muerte y las ejecuciones han disminuido significativamente en los Estados que todavía la mantienen, reduciéndose igualmente el apoyo de la sociedad a este castigo. Sin embargo, treinta y cuatro Estados todavía la prevén en sus legislaciones y la población que se encuentra en el corredor de la muerte ha aumentado sensiblemente en las últimas cuatro décadas.
Un breve repaso de la jurisprudencia del Tribunal Supremo norteamericano nos muestra que en el año 1972 éste coqueteó con la posibilidad de abolir la pena de muerte invalidando todas las leyes estatales que preveían su existencia por vulnerar la Octava Enmienda Constitucional, según la cual, “no se infligirán penas crueles e inusuales”. Sin embargo, la reacción no se hizo de esperar y los legisladores de los distintos Estados, impulsados por las crecientes tasas de criminalidad violenta, aprobaron nuevas leyes que sorteaban los reparos de la Corte Suprema. La constitucionalidad de la pena de muerte fue expresamente declarada por el Tribunal Supremo cuatro años más tarde, inaugurando con ello lo que se ha dado en llamar la “era moderna de la pena capital”, basada en la siguiente premisa: la pena de muerte no sería per se inconstitucional en la medida en que permitiese cumplir dos objetivos legítimos de toda pena -la retribución y la disuasión-, y siempre que se realizasen las siguientes garantías: que la pena fuese proporcional al delito cometido, por lo que, cuando se tratase de crímenes contra personas individuales sólo sería aplicable al delito de homicidio; y, por lo que respecta al autor del crimen, quedaba prohibida la aplicación de la pena capital a personas que sufriesen un trastorno mental en el momento de la ejecución de la pena, a aquéllos que padeciesen discapacidad mental, y a quienes cometieron delitos antes de cumplir los dieciocho años.
Sin embargo, los intentos de la Corte Suprema norteamericana por racionalizar jurídicamente lo abominable -que el brazo castigador del Estado pueda matar a un ser humano- a través de criterios como el de la proporcionalidad de la pena, su retribución o disuasión, y los esfuerzos de los estados por idear fórmulas legales y normas de procedimiento que cumplieran con el desafío de convertir en justo lo que en esencia no lo es, la pena de muerte sigue siendo hoy un castigo plagado de arbitrariedades, discriminación, capricho y error en su aplicación.
Mención aparte merece lo relativo al método de ejecución de la pena de muerte. En los próximos meses el Tribunal Supremo estadounidense deberá pronunciarse sobre la constitucionalidad de la inyección letal como consecuencia de los errores cometidos en la aplicación del que se consideraba hasta la fecha un método rápido e indoloro.
Varios han sido los casos que, en los últimos tiempos, han puesto en evidencia que la sustancia anestésica encargada de sedar al reo antes de que se le suministren las otras dos que acaban con su vida, no siempre produce los efectos deseados, lo cual le provoca un largo y enorme sufrimiento físico antes de morir, algo contrario a la Octava Enmienda de la Constitución.
La inyección letal, tal y como fue concebida por su inventor, incluye la aplicación de tres sustancias: el pentotal sódico, que sirve para que el ejecutado esté anestesiado de tal modo que se garantice que no siente el efecto de las otras dos sustancias que se le suministran a continuación, y que son el bromuro de pancuronio, que paraliza los músculos, y el cloruro de potasio, que provoca un paro cardíaco.
Sin embargo, desde hace ya varios años existe desabastecimiento de la primera de las sustancias del cóctel mortal -la sustancia anestesiante- en los centros penitenciarios estadounidenses. Y ello porque las compañías europeas que lo fabrican se han ido negando –por voluntad propia, presión social o en última instancia por que así lo establece la legislación– a suministrarlo.
Ante la escasez del pentotal sódico, Florida empleó por primera vez en una ejecución en 2013 una nueva sustancia llamada Midazolam. Y así lo han hecho otros Estados como Virginia u Oklahoma, con resultados desastrosos. El Midazolam se define como una benzodiazepina de semivida corta, utilizada como ansiolítico o en procesos ligeramente dolorosos, aunque no tiene efecto analgésico ni anestésico.
El Tribunal Supremo norteamericano tuvo oportunidad de pronunciarse sobre la constitucionalidad de la inyección letal en el año 2008, en el Caso Ralph Baze y Thomas contra Bowling contra Rees, antes de que se hubiese producido el desabastecimiento del pentotal sódico que se inició en el año 2010, declarando que se adecuaba perfectamente a la prohibición de castigos crueles e inusuales recogida en la Octava Enmienda por no haber quedado probado que existiese un método alternativo menos lesivo y porque ello, además, forzaba a los jueces a entrar en debates científicos que les son ajenos.
El Tribunal Supremo se lavó así las manos relegando al ámbito de lo científico algo que por “inhumano” sólo corresponde abolir a la Justicia. Sin embargo, lo que sacó por la puerta ahora le entra por la ventana, y ello porque ha llegado el momento en el que no puede dar la espalda a unos hechos, los sucedidos recientemente en algunas prisiones estadounidenses, que han sido calificados por el propio Presidente Barack Obama como ejecuciones “inhumanas”.
Si realmente ha llegado la hora de expulsar a la pena de muerte del sistema constitucional estadounidense, cosa que así espero, y el argumento que se emplea para ello no es el del “derecho a la vida”, tantas veces desterrado, sino el de la “prohibición de los castigos crueles, inhumanos o degradantes”, por su incompatibilidad con la Octava Enmienda, parece que hoy más que nunca la ciencia está de nuestra parte.
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