Cuatro años después de la retirada de las fuerzas americanas de Irak, el presidente Obama se ve obligado, debido a las victorias del Estado Islámico, a reforzar los 3.100 consejeros militares americanos ya en Irak con otros 450 soldados, lo cual pone de relieve el fracaso de la estabilización de este país.
La estrategia americana, elaborada principalmente en los años noventa por Paul Wolfowitz, exconsejero ultraconservador de G. W. Bush, se basa en la tribalización de Irak como antídoto para el nacionalismo laico, autoritario y potencialmente antiimperialista. Esta visión resulta de una concepción occidental de la geopolítica árabe, según la cual la instauración de la democracia en estos países pasa necesariamente por la fragmentación del Estado, permitiendo a las etnias y múltiples confesiones actuar y presentarse como la armadura del Estado.
La tragedia iraquí provocada por la invasión angloestadounidense de 2003, así como el desastre humano sirio, muestran la aberración de esta estrategia. El desconocimiento cultural del mundo arabo-islámico alcanza aquí la cúspide; ha sumergido, tras la primera Guerra del Golfo en 1991, a Oriente Próximo en un caos indescriptible, entregándolo totalmente a sus demonios identitarios y acabando con cualquier forma de racionalidad moderna del Estado. Por supuesto, esta situación beneficia a los aliados de Estados Unidos en la región (Arabia Saudí, monarquías petrolíferas, Israel), pero, con el surgimiento del Estado Islámico, se vuelve extremamente peligrosa para todos ya que éste, contrariamente a Al Qaeda, quiere transformarse en Estado legítimo tras la proclamación del Califato. En pocas palabras, el resultado de la política de la tribalización-confesionalización es un inmenso fracaso.
En Irak, los chiíes mayoritarios han establecido un poder corrupto, militarmente ineficaz, potencialmente totalitario, sostenido por dos aliados —Estados Unidos e Irán— que se detestan mutuamente y tienen objetivos radicalmente divergentes a corto plazo: estabilidad entre tribus para Estados Unidos, refuerzo del chiísmo iraquí frente a los suníes en general y del Estado islámico en particular para Irán.
Ahora bien, el poder iraquí es y será incapaz de hacer frente a cualquier amenaza: la reintervención americana en la región va tener que amplificarse, ya que el Estado islámico resulta de una doble descomposición: la del Estado iraquí destruido y la de la comunidad suní que jamás ha sido homogénea, a diferencia de los chiíes iraquíes. Precisamente por eso, Sadam Husein había instaurado una dictadura, dirigida contra todas las comunidades, pero basada en segmentos de todas ellas. Situación compleja, que el esquematismo occidental-americano no podía comprender, y que le estalla hoy en la cara.
En realidad, no habrá una solución democrática en Irak, ni en Siria ni en Libia. Estos países, —confesarlo choca con nuestra visión democrática— no pueden, de momento, vivir en democracias a la occidental: el fracaso de la primavera árabe (salvo en el muy frágil Túnez) lo demuestra de sobra. La única solución es la reconstrucción de fuerzas capaces de restaurar la autoridad sobre bases nacionales seculares.
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